Hay conciertos que se viven, y otros que se guardan muy dentro. Lo del pasado sábado en Madrid fue ambas cosas. Juanjo Bona, aragonés como quien firma estas líneas, volvió a la ciudad para ofrecer mucho más que un repertorio: compartió emoción, verdad y una conexión poderosa con el público.
Desde que salió al escenario, la entrega fue total. La sala, llena hasta los bordes, se convirtió en un coro unánime. Nadie se sentó. Nadie desconectó. Cada canción era recibida con entusiasmo, con aplausos y gritos de admiración. El ambiente no podía ser mejor: cercano, vibrante, eléctrico.
Bona no tardó en recordar lo que Madrid significa para él. “Aquí viví algunos de los años más bonitos de mi juventud”, confesó, con los ojos brillantes y la voz templada por la emoción. No era solo una parada en la gira. Era un regreso a un lugar lleno de recuerdos, y eso se notaba en cada gesto, en cada palabra, en la manera en que se dejaba la piel canción tras canción.
Uno de los momentos más íntimos y conmovedores de la noche llegó con Virgen de Magallón y Moncayo. Escuchar esos temas lejos de casa fue como recibir una caricia inesperada. Para quienes compartimos raíces aragonesas, tienen un significado muy especial. Bona los interpretó con una delicadeza que puso un nudo en la garganta a más de uno. Hubo silencio, respeto, emoción pura.
El concierto fue una sucesión de momentos inolvidables. Su voz –potente, cálida, honesta– guió la velada con seguridad y sensibilidad. Supo alternar la energía con la ternura, la fiesta con la nostalgia, y mantener al público en una montaña rusa emocional que nadie quería que terminara.
Como aragonesa, fue un orgullo ver cómo uno de los nuestros conquistaba Madrid con tanto talento y humildad. Juanjo no solo cantó: nos recordó quiénes somos, de dónde venimos y por qué la música sigue siendo uno de los lenguajes más poderosos que existen.
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