Pese a lo incierto de la mente humana ajena, no es arriesgado pensar con firmeza que, entre los planes de un madrileño promedio en corazón estival, no se encontraba esperar de pie junto a la Ronda de Atocha un martes a las siete de la tarde. Tampoco estaba entre las apuestas, probablemente, que en el brasero de la capital dos mil personas esperaran con pancartas, libretos y máscaras bordadas en negro como método de protección solar. Ni mucho menos, que la razón de la congregación fuese una chica recién salida de Operación Triunfo, con quince canciones en el mercado y una denominación mundana escrita en mayúsculas.
Pero las quinielas no contaban con Violeta. Ni con que, en solo un año, una chica de Motril que ni divisó la final de un concurso musical televisado se saltara la etapa de salas y llenara un teatro como el Price –icono cultural de la ciudad– armada con velos blancos, el fervor de un público que la aclamaba sin miramientos y los anhelos de quienes, con mejor carrerilla, no la alcanzan.
Violeta y su nacimiento son una especie de anomalía esperanzadora dentro de la escena musical emergente. La reivindicación folclórica a través de su reinvención en términos contemporáneos es una fórmula cada vez más popular en la industria a la par que aclamada por la crítica que, en los últimos años, y siguiendo un recorrido cuyas bases fueron sentadas por Rosalía, ha encontrado su principal exponente en cantantes como Judeline, que ya va camino de ser parte de la veneración iconográfica andaluza. 
Pero no deja de sorprender que un público conformado en su práctica totalidad por chicas de entre quince y veintidós años provenientes del extrarradio del centro peninsular, y habiendo pasado su periodo de cocción en un programa mediático y postor de la radiofórmula del pop clásico comercial, aprovechase cualquier silencio para elogiar a La Alhambra y exclamar “Viva Granada”; ni que fuese capaz de seguirle el compás a La Traviata de Giuseppe Verdi.
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Contra todo pronóstico, y en evidente reconocimiento de un inicio de gira que sirve de experimento para aportar evolución en los próximos meses, la granaína tenía muchos hilos atados: un contacto kinésico con el público, una narrativa totalmente novelística, un ávido juego de luces y sombras, y un glosario de ópera escenificado sin explicaciones ni dudas: arias, recitativos, leitmotivs y bel cantos que llevaban en brazos una capacidad de convocatoria fascinante en los tiempos que corren.
Pero, especialmente, tenía personalidad. Conectar con un público a nivel íntimo en una performance completamente teatralizada puede resultar complejo si no se cuenta con una narrativa visual que acompañe y ensalce lo que despliega el escenario: un fondo de velos blancos, la imitación de un patio andaluz como encarnación de verismos, un escenario transportable, cambios de vestuario sutiles y un ballet que entra y sale de escena según relata la circunstancia. Una oda a la conceptualidad, además de una seña de inteligencia en el entorno que rodea a la artista; y un rayo de esperanza en que existen huecos aún por cubrir, y en que los pueden ocupar proyectos vivos y ambiciosos que, sin seguir fórmulas excesivamente comerciales, confían en lo clásico y en la personalidad proyectada por el cantante. Y de ambas había para repartir.
La velada comenzó en términos convencionales, con los correspondientes cinco minutos de cortesía y la milésima de segundo que transcurrió desde que se apagaron las luces hasta los primeros vítores del público que coreaba al unísono el reclamo de la cantante. Un juego de luces moradas devoraba el teatro cuando la voz de la granaína se coló entre Overture, la apertura del álbum y la pieza musical que, de forma sistemática, abre las Drammas per musica, y en la que la artista establecía y anticipaba el tono y temática de la misma, asentándose en la afirmación: “Diré adiós a los bellos recuerdos del pasado y estaré allí, entre las flores, para siempre”.
La propuesta de Violeta es interesante porque, desde lo inexperto y cauteloso del debut, se deja hueco a la belleza y al valiente intento de aportar algo nuevo en un mundo donde todo parece estar inventado y explotado. Pero el proyecto se desenvuelve, destaca y toma valor en que, pese a beber de fórmulas comunes, se individualiza de forma tajante. Se descubre al personaje. Y que a Violeta, además de los homónimos, le gustan los contrastes. 
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En un show dividido autoritariamente en los tres actos de una ópera clásica, la cantante interpretaba su primer álbum, selftitled, en riguroso orden de publicación y disposición (añadiendo sus singles distintivos, el x venir y Libertá) y giraba en torno a la idea de amor trágico e inminente muerte que rodea la narrativa de una de las obras culmen del género melodramático y que, curiosamente, se entrelaza con su vida personal y se encarna en el papel protagónico de la obra. Y pese a que proponerlo es igual de complejo que darlo a luz y no sonar pretencioso, la propuesta es tan rica musicalmente como efectiva es la respuesta del público, que se entregaba a voz en grito en los pocos silencios que dejaban los interludios en verso y los cambios de ropa en escala de grises.
Con un pie de micro intermitente, y encarnando a la joven de la familia Valéry (con peluca rubia incluida), Violeta desplegaba un contexto con inicio (I. Corazón mande), nudo (II. Ay) y desenlace (III. Ojalá!), englobando, como hizo con su propio disco y con sus respectivas presentaciones bautizadas bajo Las Violeta Experiencias, un conjunto musical versátil en la consistencia de un hilo conductor que, en dieciséis temas, no deja interrogantes. Es evidente lo que ocurre; y, lo mejor, es que queda bien. 
Existe un progreso y una combinación de géneros interesante, con inicios más urbanos acompañados de un ballet y tonalidades claras en I. cruz y delicia, que paulatinamente mutaban en la presencia individual de las tres covers bilingües seleccionadas en base al buen gusto (Summertime de Ella Fitzgerald, Les Feuilles Mortes de Yves Montand, y Pearls de Sade), y que relajaban el ambiente para un final repentino en sacrificio metafórico de una velada a la que, quizás, las únicas pegas superficiales fueron la añoranza de una banda en directo y que no durase más. 
Por suerte, y como augurio de una carrera que en vistas de lo dispuesto como ‘primer asalto’ solo puede crecer exponencialmente, la noche en el Price no fue un destino, sino un punto de partida. La cantante continuará con la presentación del espectáculo pasado el verano con la esperanza de mantener el despliegue teatral y la ostentosa personalidad folclórica por la que, visto lo visto, el público anda rogando.
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