Aviso: Este artículo contiene spoilers importantes de la historia de The Last of Us Part II.
Cuando hablamos de videojuegos que han marcado una generación, solemos pensar en sus gráficos, en sus mecánicas, en sus giros de guion. Pero The Last of Us Part II no se define por lo que muestra, sino por lo que deja dentro. Es un juego incómodo, hiriente, profundamente humano. Es también un espejo que no podemos dejar de mirar, aunque no nos guste lo que refleja. Con el estreno de la segunda temporada de la aclamada serie de HBO el 13 de abril (rumoreada como una adaptación directa de los hechos del segundo juego), quería volver a esta historia para analizar qué la hace tan devastadora y, a la vez, tan necesaria.
En un mundo postapocalíptico donde todo está podrido (la carne, la civilización, los vínculos), el motor que lo mueve todo no es la esperanza ni la supervivencia, ni siquiera el amor; es el trauma. Y nadie lo encarna como Ellie, una joven a la que la vida le enseñó a desconfiar, a morder antes de que la muerdan, a sobrevivir incluso si eso significa dejar de vivir.
El trauma como legado
Todo comienza con una mentira. Joel, roto por la pérdida de su hija biológica, ve en Ellie una segunda oportunidad. Y en el momento crucial, cuando debe elegir entre salvarla o salvar al mundo, elige a Ellie. Mata a quien haga falta, incluso a los inocentes, incluso a quien podría haber creado una vacuna. Luego miente. Y esa mentira no solo pesa sobre su conciencia: se convierte en el punto de fractura para Ellie, que intuye desde el principio que algo está mal.
Cuando finalmente descubre la verdad, el daño ya está hecho. La relación entre ambos, el único vínculo verdadero que le quedaba al mundo, se descompone en silencio, en conversaciones a medias, en una tristeza que nunca termina de decirse. Y sin embargo, justo cuando estaban empezando a reparar esa herida, el mundo vuelve a romperse. Joel es asesinado brutalmente por Abby, hija del médico que murió en aquel quirófano. Y lo que sigue no es venganza: es el intento desesperado de Ellie por encontrar sentido al sufrimiento.
Un viaje sin redención
The Last of Us Part II no ofrece catarsis. Lo que propone es más crudo: acompañar a una persona mientras se destruye a sí misma, paso a paso, decisión tras decisión. Ellie deja atrás a su pareja, a su hijo, a su hogar, para lanzarse a una cacería que no tiene final. El juego nos hace participar activamente en esa espiral. Nos obliga a pulsar el botón que golpea a alguien indefenso. Nos obliga a seguir incluso cuando ya no queremos. Y entonces llega la duda: ¿por qué seguimos? ¿Por lealtad al personaje? ¿Por necesidad de justicia? ¿O porque, como Ellie, no sabemos parar?
El juego es cruel, sí. Pero no por sadismo, sino por honestidad. Porque la violencia no es épica. Es fea, inútil, repetitiva. Es un camino que no lleva a ninguna parte. Y sin embargo, la recorremos. Igual que en la vida, cuando confundimos justicia con reparación, y venganza con alivio.
La transformación de Ellie no ocurre de golpe, sino de forma gradual, casi imperceptible, como una enfermedad que se instala en silencio. A lo largo del juego, sus gestos se endurecen, su mirada se vacía y su moral se desdibuja. Las decisiones que antes hubiera cuestionado se convierten en actos automáticos. Matar deja de ser una excepción y pasa a ser su lenguaje. Y el jugador, obligado a actuar en su nombre, siente esa incomodidad crecer en el pecho, como si cada cadáver dejara una huella también en el mando.
La maternidad que no fue
Hay un momento en el juego que parece ofrecer una salida. Una granja, un hijo, una pareja que la quiere. Un lugar donde la vida, a pesar de todo, florece. Pero el trauma no entiende de campos verdes. Está ahí, en cada ruido, en cada sombra. Ellie no puede soltar. No puede aceptar. No puede perdonar.
El juego no romantiza la maternidad como redención ni idealiza el amor como refugio. Dina representa una posibilidad real, tangible, de otro camino. Pero The Last of Us Part II no cree en las soluciones fáciles. Nos muestra que el dolor no desaparece con un abrazo, que las heridas profundas no se curan con promesas. Ellie no se siente merecedora de esa paz. Y en su huida, no solo abandona a Dina: se abandona a sí misma, convencida de que seguir sufriendo es la única forma de honrar lo que perdió.
Y es entonces cuando entendemos que no es Abby la que la destruyó. Fue Joel. Fue la mentira. Fue el amor que mata por miedo a perder. Ellie no está buscando venganza. Está buscando una manera de dejar de doler.
Un final sin respuestas
En la última escena, Ellie intenta tocar la guitarra de Joel pero no puede; le faltan dedos, le falta parte de sí misma. Lo que antes era una conexión íntima ahora es una ausencia imposible de llenar. No hay melodía. No hay consuelo. Y sin embargo, en ese silencio hay algo parecido a la paz. Ellie deja la guitarra, deja la casa vacía y se marcha. No sabemos a dónde va. Pero sabemos que, por primera vez, no va a matar a nadie. Que tal vez ha entendido que la única forma de seguir adelante no es cobrarse otra vida, sino recuperar la suya.
El jugador como testigo y verdugo
The Last of Us Part II no solo cuenta una historia: nos obliga a actuar dentro de ella. Cada asesinato, cada escena de tortura, cada decisión moralmente ambigua, pasa por nuestras manos. No hay cinemáticas que hagan el trabajo sucio por nosotros; somos nosotros quienes apretamos el gatillo. Y aunque no tengamos opción real de cambiar el curso de los acontecimientos, el juego nos hace sentir responsables. Nos convierte en cómplices de la degradación de Ellie, en testigos incómodos de hasta dónde puede llegar alguien empujado por el dolor.
Esta participación forzada no es gratuita. Es el mecanismo que The Last of Us Part II usa para hablarnos directamente. Nos pregunta cuántas veces más estamos dispuestos a repetir el ciclo. Cuánto daño tenemos que infligir antes de darnos cuenta de que no hay satisfacción en la venganza. Y sobre todo, nos recuerda que ver no es lo mismo que comprender. Porque jugar esta historia es, en cierto modo, vivirla. Y al vivirla, ya no podemos fingir que la violencia es ajena, que la culpa pertenece a otros.
La violencia como espejo
The Last of Us Part II no es un juego sobre venganza. Es un juego sobre cómo nos consume lo que no podemos aceptar. Sobre cómo heredamos los miedos, las mentiras y los silencios de quienes amamos. Y sobre cómo ese dolor no se cura hiriendo a otros, sino enfrentándolo con los dientes apretados y la mirada firme. Hay juegos que entretienen, juegos que enseñan, y juegos que duelen. Este es de los últimos. Y por eso, precisamente por eso, es imprescindible.
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