Hay una princesa de Hollywood que, en un ejercicio de deconstrucción, meta-análisis y aceptación ha construido una filmografía que bien podría llenar ciclos y ciclos biográficos del MoMA o, en su versión más real New York, del PS1. Hay una aristócrata del star system que se ha ganado un hueco en la historia del cine más allá de su nacimiento entre reflejos dorados de piscinas con palmeras, gafas de sol de corazón y estatuillas del teatro chino de Grauman. Exacto, has adivinado, Sofia Coppola reflexionaba en The Bling Ring sobre la fascinación de Estados Unidos por la fama y, sobre todo, por la fama adquirida a golpe de trapicheo, con un fondo de humo y Las Vegas, con un quelque chose desafiante a los cimientos de una sociedad construida con los restos puritanos de madera y Biblia del Mayflower. Y es que no puedo encontrar una introducción mejor a lo que en su versión más descafeinada han intentado hacer Sam Levinson y Abel Tesfaye con su última serie para HBO, The Idol.
Y lo que más me calma al escribir es buscar en mi cerebro hiperactivo diferentes referencias e intentar hilarlas todas como un tapiz de Grayson Perry. Hay una plataforma que destaca por querer ser la chica lista de la clase. Entre HBO, Netflix, Disney+ y demás Goliats, tenemos MUBI. Y poniéndonos dosmileras, la gafapasta por antonomasia de todas estas mega biblias del entretenimiento ha decidido añadir en su ejercicio de curaduría exquisito una peli de la que siempre acabo hablando con mis amigas llegada la hora de salir del baño y ponernos serias. Sí, MUBI daba un paso al frente y legitimaba una cult movie que también habrá inspirado a Levinson y compañía a la hora de poner a Miss Depp como una chica que-haría-cualquier-cosa por no caer por la escalera… ¡Sí! Has vuelto a adivinar, por supuesto me refiero al clásico Showgirls, tan eterno como el tweed de Chanel con el que Vanessa Paradis acunaba a Lily-Rose.
Pero vamos al grano. Aunque The Idol no ha sido un dardo directo a mi corazón, voy a intentar (humildemente, of course) dar ciertas razones para que la veas. La primera y más importante es que tú también eres una chica, chico, chique lista/o/e, y de todo se aprende. Encuentro que a veces aprendo más de ver, escuchar y escribir sobre cosas que, sin ser lo que metería en una de las famosas cajas del tiempo de Warhol (aunque seguro que él la metería de lleno), me obligan a pensarme mejor lo que me hace vibrar de alegría (perdón por la cursilería).
Segundo, solo hemos visto dos capítulos, y todo en esta vida tiene un principio y un fin, y como bien nos enseñaron nuestros padres, no importa el que corra más sino el que, como la tortuga, llega a la meta. En tercer lugar… ¿qué puede ser más fucking retorcido que poner al epítome de los nepo babies en una serie que reflexiona sobre la fama y el concepto de idolatría? Vamos a pararnos un poco en esto porque, al fin y al cabo, esta serie está hecha para fama –¿más aún?– y gloria de Lily-Rose Depp.
Lily-Rose es por nacimiento parte de este concepto que amo tanto llamado realeza estadounidense. Y es que ya la propia contradicción merece la pena. Y nos la encontramos en esta serie surcando las tormentosas aguas de la fama como Jocelyn, una mega estrella que representa todos y cada uno de los clichés incluidos en el pack de ‘una vida en el estrellato’. Y ciertamente está tan mona como estrellada. Sufre colapsos, creativos y nerviosos, pérdidas desgarradoras y bajadas a los infiernos bajo flashes humeantes. En fin, tampoco nada nuevo, la siempre interesante ecuación de presión-autoexigencia-descontrol. Y conocemos de sobra los resultados.
En la historia de la vida (no me puede gustar más esta frase grandilocuente) hubo un choque de meteoritos, pestes, guerras y hambrunas… la Revolución Francesa y cuando Britney se rapó la cabeza. En definitiva, que lo más guay de esta serie son todas sus referencias, y todas ellas nos llevan al mismo punto: ¿Es la fama ese verdadero ansiado nirvana? ¿Amamos a nuestros ídolos por su luz incandescente o estamos siempre esperando secretamente a que se apaguen sus velas?