Hace una semana se estrenó la primera parte de la última temporada de Stranger Things. Yo llegué a casa después del curro, hice lo que toca hacer y, a la hora de cenar, me puse el primer capítulo. Mientras cenaba una ensalada (obligada, porque se acercan los atracones de las fiestas y todos fingimos cierta disciplina previa) le di al play en Netflix. 
Como siempre, la plataforma abrió con su resumen de temporadas anteriores. Y al verlo me di cuenta de que no recordaba bien dónde estaba yo hace tres años, cuando se estrenó la entrega anterior. Esa es una de las paradojas de este tipo de series: desaparecen de golpe, la vida sigue sin ellas, y cuando regresan tú ya no eres la misma persona que las vio por última vez. Algo parecido me pasó con el tráiler de Ready or Not 2. Igual que Stranger Things, empieza justo donde lo dejó. En su mundo han pasado minutos; en el nuestro, años. El tiempo en la ficción es maleable, pero el nuestro no.
Y cuando una serie tarda tanto en regresar, inevitablemente la retomas desde otro lugar. Tus gustos han cambiado, tus prioridades también. Ves a los personajes correteando otra vez por Hawkins y te preguntas si aún te interesa lo que les ocurre. Porque, aunque Stranger Things sigue sosteniéndose gracias a un reparto increíblemente carismático, su interés ha ido diluyéndose temporada tras temporada. Ni su gran villano consigue sostener una temporada que vuelve a prometer una batalla final que nunca llega, estirando una tensión que ya no sorprende. La serie insiste además en una mitología que empieza a sentirse insuficiente y hasta repetitiva, especialmente con la repentina inclusión de poderes psíquicos en Will. Un personaje siempre desubicado, desaprovechado, que habría sido un antihéroe potente si hubieran tenido el valor de llevarlo por ese camino. En vez de eso, nos quedamos con una reiteración de motivos y amenazas que ya no tensan nada.
Quizá por eso pienso que Stranger Things podría haberse quedado en una pequeña gran joya, como Super 8: una historia contenida, intensa, breve. En cambio, ha ido estirándose por inercia, acompañando el crecimiento real de los actores y convirtiendo su vida ficticia en un desfile de anormalidades: conspiraciones, portales, monstruos y tentáculos viscosos que se introducen por cualquier orificio. Para ellos ya es la normalidad; para nosotros, una fórmula gastada.
Pienso a veces en cómo veíamos televisión cuando éramos críos. Cuando se estrenaba temporada nueva de Gossip Girl, la veíamos un día después en SeriesYonkis o Megavideo. Episodios semanales, veintidós por tanda, un curso entero compartido con los personajes. Crecías con ellos. No necesitabas reconstruir quién era quién tras años de silencio. Era un vínculo distinto. Aun así, Stranger Things ha arrasado en su estreno (aunque sin desbancar a Wednesday) y su universo sigue siendo un refugio para muchos espectadores.
A los pocos días llegó también Sentimental Value, la nueva película de Joachim Trier, con Renate Reinsve y Peter Skarsgård, una historia sobre un director que abandonó a sus hijas para hacer carrera y que vuelve años después intentando reparar algo irreparable, acompañado por una actriz de Hollywood. La película es preciosa, delicada, muy bien interpretada y con ese dramatismo nórdico hecho de silencios, miradas al infinito y heridas que se lamen lentamente. Y, aunque sus conflictos no son los más profundos del mundo, funciona por lo que propone.
Y aquí es donde ambas obras (tan distintas en forma y tono) se cruzan. Stranger Things y Sentimental Value hablan, al final, de lo mismo: del pescado vendido. De ese momento en que tu vida ya está configurada, con sus piezas encajadas (o desencajadas), y no cabe un demogorgon más, ni un Vecna más, ni una pizpireta Elle Fanning irrumpiendo en mitad del caos emocional, ni tampoco un padre egoísta y ausente que regresa tarde, cuando el tablero ya se ha montado sin él. En Sentimental Value hay un momento en el que mencionan un taburete de Ikea a modo de chascarrillo. Pero la vida no es un taburete. Es más bien una cajonera donde, con el tiempo, los cajones se llenan, se vencen, se traban, y ya no hay espacio para nada más. Lo que ha entrado se queda, para bien o para mal. Y lo que se ha quedado fuera, ahí seguirá.
Por eso, tanto en Hawkins como en Oslo, sus personajes se enfrentan a lo mismo: familias atrapadas en lugares, dinámicas y vínculos que no han elegido, intentando recomponerse mientras todo alrededor parece agotado, hostil o directamente desbordado. Es un tema muy acorde con estas fechas, cuando todos encaramos la Navidad, los reencuentros, las comidas y ese clásico ¿y tú quién eras? dirigido a familiares que apenas recordamos y con los que, a diferencia de las series, no siempre apetece retomar la trama.