Anoche, y durante tres noches consecutivas, el Movistar Arena de Madrid se ha convertido en escenario de una tragedia latina con cuerpo de reggaetón y alma de película. Rauw Alejandro no vino a cantar hits: vino a contar una historia. La de un inmigrante en los años 60, la de un corazón roto, la de un cuerpo que baila aunque lo hayan dejado tirado en la calle. Entre cabinas vintage, neones, chaquetas de cuero y humo teatral, Cosa nostra se impuso como algo más que un concierto: fue un manifiesto físico de lo que el reggaetón puede ser cuando se toma en serio a sí mismo. 
A estas alturas, llamarle solo ‘reggaetonero’ es reducirlo. Rauw Alejandro ha demostrado ser un artista 360: canta salsa, se atreve con boleros, baila como si el cuerpo hablara por él y dirige un show con la precisión de un coreógrafo. Lo de anoche no fue una playlist de perreo; fue una obra escénica en la que el reggaetón es solo un capítulo más de una narrativa más ambiciosa.
Lo primero que pensé fue: ¿estamos en Broadway o en un concierto de reggaetón? Porque lo que montó Rauw Alejandro anoche no fue un show al uso. Fue un musical. Con banda en directo, escenografía de club neoyorquino, coches entrando y saliendo del escenario, coreografías teatrales y cuatro actos marcados que contaban una historia de amor, migración y desamor. Durante dos horas y media, se metió en la piel de un puertorriqueño que llega a Nueva York en los años 60 y se enamora de una mujer llamada María. Bueno, en realidad es Sofía. Y lo deja tirado en plena calle. No hay más que decir. O sí: que duele, y mucho.
El setlist fue largo y bien pensado. Un repaso por todos sus hits, de Panties y brasieres a Desesperados, pasando por Todo de ti y Diluvio. Eso sí, la banda en directo añadía una energía y profundidad poco habitual. Pura carne viva sobre el beat. 
El espectáculo Cosa nostra arranca con un telón que se eleva entre humo denso, cabinas telefónicas y calles sacadas de los años 60. Un set que recuerda al cine noir de los estudios Gasteiger, pero también al imaginario de su último disco: ese hombre de armas tomar que lo daría todo por su pareja. Así empieza el primer acto con Punto 40, encadenando bangers recientes con viejos conocidos como Tattoo o El efecto. Pero pronto la trama se oscurece. 
El segundo acto entra en una fase más emocional, de esas que se sienten con el estómago. Revolú, Committed, Todo de ti (Touching the sky)… Aquí vemos a un Rauw que habita entre los recuerdos de un gran amor. Y sí, por mucho que él no lo diga, es imposible no pensar en Rosalía. El ambiente se llena de nostalgia. Un deseo limpio, no sexual. Deseo de pasar página, de amar de nuevo. 
El tercer acto lo lleva al corazón del reggaetón más emocional: Sexo virtual, Diluvio, Dile a él, 214, Ni me conozco. Se apodera del escenario con una seguridad casi teatral, de esas que tienen los actores que se saben el personaje hasta el tuétano. Y luego, en el último acto, viene la fiesta: el homenaje a la música latina. A sus orígenes. A las luces de club y a la calle. Cosa nostra, Lokera, 212, Desenfocao, Ronca, etc. El Zorro puede estar roto, pero sigue bailando. Puede haber perdido a María (que resulta ser Sofía), pero no el sentido del ritmo.
Si en septiembre de 2023 ya había dejado el listón alto, esta vez lo ha pulverizado. El show no es solo más grande, sino más medido, más narrativo y más físico. Rauw podría conformarse con ser el chico guapo del reggaetón, pero no le interesa ese papel. No sufre el síndrome del guapo, ese mal común entre cantantes que se saben deseables y se acomodan en eso. Él no vive del plano bonito ni del hit reciclado. Baila, no se deja ni una nota, se parte el lomo y se nota que ha ensayado hasta la última transición. Construye una dramaturgia entera para que no solo te presentes en el Movistar Arena a mover el culo un rato, sino que entres de lleno en el relato que ha hilado al milímetro. Y eso, en un panorama saturado de automatismos, playbacks y voice overs, se agradece.
Hubo muchos guiños a las mujeres. A veces, demasiados. Entre frases tipo “¿dónde están las solteras?” o “¿dónde están las mujeres guapas?” y planos de chicas del público emocionadas, hubo momentos que rozaban cierta condescendencia. No era empalagoso, era más bien ese tono tibio que, sin querer, puede sonar a lo contrario de lo que pretende: más cercano al cliché que al homenaje. Pero entre esos movimientos, la entrega física y ese cuerpo impecablemente controlado, a Rauw se le perdona casi todo. 
En definitiva: el Cosa nostra tour no es para ir y grabar cuatro stories. Es para meterse de lleno en la narrativa que Rauw, junto a su equipo, han elaborado de manera muy cuidada, cinematográfica y milimetrada. Como si Baz Luhrmann y Tego Calderón hubieran escrito un musical juntos. Y sí, vale cada euro.
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