El pasado 14 de febrero, día de San Valentín, se estrenó Priscilla. Y pensarás, ¿qué mejor idea de marketing que mostrar el romance más icónico de la música el día de los enamorados? Pues bien, quizás esa era la idea. Pero Sofia Coppola sabía muy bien lo que hacía, y más que un romance quería lleva a la gran pantalla la odisea de la mujer del rey del rock: una historia turbulenta centrada en la manipulación psicológica y en las inseguridades de Elvis Presley.
Y como sabemos, Coppola tiene, entre otros muchos, el talento de retratar personajes cargados de sensibilidad, tristeza y melancolía. En Las vírgenes suicidas nos enseñó, de la manera más poética, la desesperación de un grupo de hermanas adolescentes que vivían controladas por sus padres ultracatólicos. En Lost in Translation pudimos ver el descontento de Charlotte (Scarlett Johansson) por vivir a miles de kilómetros de tu casa y encontrar el hogar en un completo desconocido. En María Antonieta fuimos partícipes del coming-of-age (y la autodestrucción) de la reina más avariciosa de la historia.
Ahora, retoma la historia del icono de los sesenta que estaba destinada a mucho más. Si Lana del Rey tuvo una doble en 1965, esa fue Priscilla Presley. ¿A quién no le han salido nunca sus polaroids firmando autógrafos desde la ventanilla de su Cadillac? El guion de Coppola parte de las memorias de Cilla (como la llamaban en confianza) narradas en su autobiografía Elvis and Me, donde a modo de diario contó la inocencia interrumpida que vivió a los catorce años cuando conoció al único (y más dañino) amor de su vida: Elvis Presley.
Silencio. Empieza el filme. ¿Qué tema escoge Coppola para los rótulos iniciales? Pues el mítico himno del coqueteo estadounidense, Baby I Love You de The Ramones. Priscilla se arregla como cualquier otra joven de los sesenta, poniéndose pestañas casi voladoras y gastando tubos de laca. El collage de planos detalles bañados en tonalidades pastel deja clara otra cosa que daremos por obvia: la capacidad innata de Sofia Coppola de encontrar el esteticismo en cualquier objeto.
Alemania, 1959. Una jovencísima Priscilla de tan solo catorce años disfruta de su refresco en el mítico diner cuando un militar se topa en su camino y la invita a la fiesta de nada más y nada menos que… Elvis. Cilla se queda en shock. Después de varias plegarias y ruegos a sus padres, le dan el visto bueno y la dejan ir. Total, es el ídolo de masas del momento, nada malo puede ocurrir. Y para Priscilla, que estaba en pleno aprendizaje de esta farándula llamada adolescencia, todo eran ventajas.
¿Quién no querría ser invitado a una fiesta privada de su ídolo juvenil? De primeras, debe ser como que te toque la lotería. Y bueno, el resto ya es historia (literalmente). Ambos se conocen y el Rey del Rock se obsesiona con ella, ganándose su confianza con reiteradas alusiones a la madurez que presenta con tan solo catorce años y a la necesidad constante de tener un hombro en el que llorar. Vamos, grooming en toda regla.
Lo demás ya forma parte de ese viaje que va desde los infiernos personales hasta la propia emancipación de Cilla. Un trayecto con más sombras que luces (pero que brilla de la manera más fuerte en el desenlace) en el cual Priscilla se siente el títere de Elvis. Un flechazo basado en la admiración y que va perdiendo fuerza a medida que el cantante muestra las facetas no tan encantadoras que tiene. Un amorío basado en la incomprensión, el silencio, el abandono y el narcisismo. En resumidas cuentas; un capricho. Actitudes propias de un ególatra que nos hace repensar en el eslogan de barbie: “Ella es todo, él solo es Elvis”.
Cailee Spanaey transmite mediante su mirada, opacada por las pestañas postizas, esa inocencia interrumpida de una adolescente que se disfraza de mayor, se tiñe el pelo de negro y se viste con estampados lisos para complacer los caprichos de la estrella del momento. En cada escena se puede palpar esa soledad en su mirada, que madura a lo largo de la cinta a medida que se desencanta de la persona que ha cambiado su mundo y su rumbo.
¿Qué podemos decir de Elordi? Él hace su mierda y nosotros se lo compramos: interpretar como nadie a un manipulador emocional. Y es que da igual la obra, la serie o el anuncio. Jacob Elordi siempre será asociado a esa aura que emana admiración e imposición, a partes iguales, capaz de volver completamente loco al público. Como un galán del viejo Hollywood (quitando que ninguno de estos galanes diría que solo conoce a Elvis por Lilo & Stitch).
Y dejando a un lado esta faceta tan reconocida de Elordi, si algo caracteriza a esta interpretación de Elvis es que nos presenta una versión totalmente opuesta a la que nos dio Austin Butler en 2022. Recordemos que Butler fue el primero en reencarnarse en el Rey del Rock (y el primero en cambiar la entonación de su voz desde el momento en el que se metió en el papel), donde interpretó a un artista que sentía melancolía al estar separado por su familia y que era constantemente ninguneado por su representado, el famoso Coronel. Pues bien, esta imagen de bonachón queda borrada con el nuevo retrato del Rey del Rock (o el Nate Jacobs de los sesenta).
Coppola, a diferencia de Baz Luhrmann (el director de Elvis), se centra exclusivamente en la visión de Priscilla Presley desde el inicio de su romance, dejando a un lado factores externos de Elvis como la supuesta somatización que sufría por parte de su representante, el pasotismo de su padre y la desolada pérdida de su mayor pilar: su madre. También muestra sutilmente la toma de barbitúricos pero no se representa a ese nivel de adicción autodestructiva que se puede apreciar en el filme de 2022. Dos puntos de partida que comienzan a la vez y muestran realidades totalmente distintas.
Priscilla también hace hincapié en los constantes quebraderos de cabeza que propiciaban a la mujer del Rey del Rock por parte de la prenda rosa. Nuevos amoríos que salían semana sí, semana también en los que relacionaban a Elvis con artistas de la década como Nancy Sinatra. Una desestabilidad emocional que no podía expresar a Elvis porque este le reprocharía la actitud infantil que está teniendo (argumento que usa en más de una ocasión para recalcar su superioridad moral).
Todo esto empapado de la estética coppolense incapaz de filmar ningún solo plano que no sea bonito. Y aunque algunos se quejen de una ralentización de la trama y falta de diálogos, esto se debe al estilo visual de la directora, que da especial importancia a los collages visuales donde aglomera planos detalles, más que necesarios para conseguir esa atmósfera, repletos de cocktails, polaroids, botes de laca, Cadillacs descapotables y cualquier objeto del imaginario ye-ye que te puedas imaginar. El sello Coppola más impreso que nunca filmado al ritmo de I Will Always Love You, de Dolly Parton,
Conclusión: El Elvis de Baz Luhrmann está muerto y enterrado.