Personas, lugares y cosas, texto del dramaturgo británico Duncan Macmillan con dirección de Pablo Messiez, se presenta en la Sala Principal del Teatro Español como uno de los montajes más intensos de la temporada. Protagonizada por Irene Escolar, la obra permanece en cartel hasta el 11 de enero como una inmersión radical en la adicción, el meta-teatro y la identidad, antes de despedirse del escenario madrileño. El Teatro Español, enclave histórico en el corazón de la ciudad, se convierte en el espacio donde esta historia frágil, incómoda y profundamente contemporánea sucede y resuena.
Una actriz entra en escena y se rompe. No metafóricamente. Se rompe delante de todos. Se le cae el cuerpo, la voz, la máscara. El teatro, ese lugar donde todo suele estar calculado, empieza aquí con un error irreparable. Personas, lugares y cosas no se abre, se derrumba. Y en ese derrumbe, algo esencial empieza a tomar forma. Porque esta no es solo una obra sobre drogas, sino sobre la adicción a desaparecer, sobre la imposibilidad de sostenerse cuando no hay guion. La sustancia es el vehículo; el verdadero vicio es otro.
Emma es actriz, y eso importa. Funciona cuando interpreta, cuando alguien le dice qué decir, dónde ponerse, cómo sentir. El problema llega cuando se queda sola con su nombre. Cuando ya no hay personaje y la identidad deja de ser un papel para convertirse en una pregunta abierta. Ahí empieza la caída. El montaje utiliza el teatro como un arma de doble filo: refugio y trampa a la vez. La ficción puede salvar, pero también anestesiar. Emma actúa mejor de lo que vive, y eso no se presenta como virtud sino como tragedia íntima.
El meta-teatro aquí no es un juego intelectual sino una fisura constante. El centro de rehabilitación no aparece como infierno ni como salvación, sino como un espacio suspendido donde la identidad se desmonta pieza a pieza. Nadie es especial. Nadie es protagonista. Todos comparten una derrota común: no saber cómo vivir sin anestesia. El lenguaje se vuelve terapéutico, repetitivo, casi absurdo. Palabras mínimas para un dolor inmenso. La muerte del hermano aparece como un eco persistente, una presencia que atraviesa cada decisión.
Irene Escolar no interpreta a Emma, la deja pasar por su cuerpo. Su trabajo es físico, incómodo, sin concesiones. Lo más poderoso no sucede cuando grita sino cuando se queda quieta, cuando no sabe qué hacer con las manos, cuando no tiene una respuesta rápida. Ahí aparece algo poco habitual en escena: la dificultad de ser una misma sin adornos. Ser insuficiente. Ser humana. La obra no es optimista pero tampoco cínica. Habita esa zona intermedia del optimismo cansado: estar vivo duele, pero desaparecer no soluciona nada. Hay algo profundamente político en esa mirada aunque nunca se nombre. En un tiempo que exige rendimiento emocional constante, Personas, lugares y cosas se rebela mostrando cuerpos agotados, mentes saturadas, personas que siguen incluso cuando ya no pueden más.
Que esta obra suceda en el Teatro Español no es anecdótico. Colocar una historia tan frágil y contemporánea en un edificio cargado de historia convierte el espacio en una sala de espera colectiva. No explica, no cura, no enseña. Deja preguntas abiertas y una sensación extraña en el cuerpo. Como si algo se hubiera movido de sitio. Como si, durante un par de horas, hubiéramos dejado de fingir también nosotros. Y quizá eso sea lo más radical que puede hacer hoy el teatro: no ofrecernos personajes donde escondernos sino devolvernos a nosotros mismos, sin red, sin papel, sin aplauso inmediato.
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