La Nintendo Switch 2 se presentó al mundo con la promesa de revolucionar (otra vez) la forma en que jugamos. Con un catálogo sólido, potencia renovada y miles de ojos puestos en su estreno, parecía tenerlo todo. Pero entre anuncios, cifras y nostalgia, hay una pequeña gran verdad que ha pasado casi desapercibida: algunos juegos físicos ya no incluyen el juego. ¿Qué significa esto para los jugadores, para la industria, para el arte? Y más importante aún: ¿a dónde nos lleva este camino en el que comprar ya no implica poseer?
Una consola prometedora… con letra pequeña
La Switch 2 acaba de ser presentada y, sobre el papel, es un paso adelante natural: un hardware más potente, retrocompatibilidad, catálogo sólido desde el día uno. En su último direct, Nintendo supo emocionar: nuevas entregas de sagas míticas, remasterizaciones esperadas y accesorios mejorados que prometen exprimir las capacidades de la nueva consola.
Pero entre la euforia se cuela una sombra. O mejor dicho, varias. El precio de los juegos sube (hasta ochenta dólares), los accesorios también (diez dólares más por mando), algunas funciones básicas como el chat de voz siguen detrás de un muro de suscripción y el equivalente al ‘tech demo’ de bienvenida – el Switch 2 Welcome Tour – no vendrá incluido con la consola, sino que se venderá por separado. Todo esto ha generado un comprensible malestar.
Y sin embargo, hay un cambio aún más sutil que no ha generado tantos titulares, pero que merece ser observado con más atención: en algunos casos, los juegos ‘físicos’ ya no contienen el juego. Literalmente.
¿Qué significa ‘físico’ en 2025?
Algunos títulos para Switch 2, como Bravely Default o Street Fighter 6, están siendo lanzados en un nuevo formato llamado game key card: una tarjeta que parece un cartucho, pero que no contiene el juego en sí, sino una clave para descargarlo por internet. El cartucho, una vez descargado el juego, sigue siendo necesario para ejecutarlo. Pero el contenido – el arte – ya no está ahí. Es un cascarón.
Y esto no se limita a los nuevos formatos. Según confirmó el servicio de atención al cliente de Nintendo en Reino Unido, algunas ediciones físicas de juegos de Switch 2 son simplemente cartuchos de Switch 1 que incluyen un código de descarga para el upgrade. Es decir: compras una caja, recibes un trozo de plástico y una promesa digital. Y si un día los servidores cierran, esa promesa desaparece.
Comprar sin poseer
La cuestión no es solo nostálgica, ni tiene que ver con una supuesta ‘superioridad' del formato físico. Se trata de algo más profundo: de qué significa tener algo. De qué implica comprar una obra de arte – un juego, una película, un disco, un libro – y saber que está contigo, que nadie puede quitártelo, reescribirlo, alterarlo, eliminarlo o hacer que caduque.
Lo estamos viendo con los servicios de streaming. Series que desaparecen de un día para otro. Películas editadas sin previo aviso. Discos alterados. Versiones modificadas que suplantan al original. La idea de 'tener acceso’ ha reemplazado a la de ‘poseer’, y en ese cambio hemos perdido algo más que espacio en la estantería.
Con los videojuegos, esto se vuelve aún más delicado. Porque no solo hablamos de acceso, sino de funcionalidad. Un juego que depende de un servidor o de una descarga futura está en peligro constante de desaparecer. Y con él, desaparecen sus niveles, sus personajes, su historia, su música. Desaparece un pedazo de cultura.

La falsa comodidad de lo digital
La defensa de estos modelos suele escudarse en la comodidad. Lo digital es más rápido, más limpio, más barato (aunque ya ni eso). Pero basta una noche frente al televisor para recordar las grietas del sistema: actualizaciones obligatorias, cierres inesperados de servidores, interfaces saturadas, suscripciones que se renuevan sin permiso. Todo lo que antes era simple –poner un disco, encender una consola, jugar – se ha vuelto laberíntico.
Y a cambio, ¿qué recibimos? Un acceso condicionado. Una cesión de derechos. Una biblioteca prestada que puede desaparecer por una decisión corporativa, por un cambio de licencia o por un fallo técnico.
Algo similar plantea Common People, el primer episodio de la nueva temporada de Black Mirror. Lo que empieza como una solución médica prometedora se convierte, poco a poco, en una prisión disfrazada de servicio. Una vez dentro del sistema, los personajes descubren que todo lo que parecía una elección era en realidad una obligación encubierta, sujeta a tarifas, cláusulas y condiciones que no controlan. No es tan distinto a lo que ocurre cuando compramos juegos, películas o libros que dependen de una plataforma: el producto ya no es nuestro, sino un permiso temporal sujeto a normas que pueden cambiar en cualquier momento.
El arte como objeto, no como servicio
Volver al formato físico no es solo una cuestión de nostalgia. Es un acto de resistencia. Un buen ejemplo de este fenómeno es la Criterion Collection, cuyas ediciones restauradas de cine clásico y de autor tienen un seguimiento casi religioso. Sus lanzamientos generan expectación cada mes y las rebajas semestrales son celebradas como un evento nacional por coleccionistas que valoran no solo la obra, sino el cuidado con que ha sido preservada.
Una manera de afirmar que el arte merece ser preservado, tocado, compartido, coleccionado. Que un juego es más que su código: es su caja, su manual, su peso en las manos. Que tener una estantería con tus películas favoritas no es un fetiche, sino una forma de tener memoria.
En un mundo cada vez más volátil, donde los contenidos van y vienen al ritmo de los contratos, la materialidad del arte es un refugio. Un DVD no desaparece porque un algoritmo decida que ya no es rentable. Un cartucho no se esfuma porque una suscripción caduque.

El futuro que queremos (y el que estamos aceptando)
La Nintendo Switch 2 tiene todo para ser una consola espectacular. Pero también representa una bifurcación peligrosa. Cada vez que aceptamos pagar por una caja vacía, estamos diciendo que está bien. Que no nos importa perder el control sobre lo que compramos. Que nos da igual que el juego, el arte, la obra… ya no nos pertenezca.
Y tal vez aún estemos a tiempo. Tal vez aún podamos exigir que lo físico siga significando algo. Que si pagamos por una obra, esa obra sea nuestra. No para esconderla en una vitrina, sino para cuidarla, jugarla, prestarla y volver a ella dentro de veinte años, cuando todo lo demás se haya ido.