Hay personas con ese carisma cálido que hace que enseguida te sientas como si la conocieras de toda la vida. Lola Rodríguez es una de ellas. Sencilla, directa, sincera: habla con naturalidad, ríe con facilidad mientras recuerda su infancia en las islas y no rehúye la vulnerabilidad cuando confiesa sus miedos y lágrimas. Conversar con ella es como compartir confidencias en un café, con risas, pausas y gestos que revelan honestidad. Esa cercanía, ese hablar sin filtros, es lo que mueve a querer leerla, conocerla más allá del escenario.
Y precisamente el escenario es ahora el corazón de su presente. El 28 de noviembre subió el telón en Cueva de los Verdes (Lanzarote) con el estreno de Lady Lady Lady, un monólogo escrito por Sara García Pereda y dirigido por Pedro Ayose, en el que su alma, su voz y su verdad se funden en una historia profunda sobre adolescencia, secretos familiares, pertenencias y sueños. Una obra que mezcla palabra, cuerpo y lenguaje audiovisual para dar voz a una mujer canaria que resiste y recuerda desde raíces isleñas.
Escucharla hablar sobre ese proyecto –sus dudas, sus miedos de quedarse en blanco, su pasión por narrar desde su tierra– deja ver no solo una actriz, sino a una persona honesta consigo misma y con su público. Alguien que entiende que el teatro no es solo interpretación, sino una forma de abrir heridas y transformarlas en arte, de dar voz a quien muchas veces permanece en silencio. Es desde esa sencillez y esa luz que nace esta entrevista, como un susurro confidencial antes de que empiece el espectáculo.
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¿Qué tal, Lola? ¿Cómo va todo?
Estoy en mi última semana de ensayos en Madrid. Estoy contenta pero también reventada. Es intenso, hay muchísimo que preparar, pero cuando ves la obra montada y tienes que transitarla entera es fuerte. Aun así, siento una conexión profunda con algo muy bonito: esa sensación de desear algo y finalmente conseguirlo. Ver que soy capaz, que todo cobra sentido, que el resultado es el que esperábamos. Estoy muy dentro del viaje.
¿Merece la pena?
Sí, por supuesto. Si no, no lo haría. Me parece muy duro hacer una obra de teatro que no sientes. En otros formatos quizá puedes engañarte un poco más. Con la cámara tienes herramientas que te permiten cierta distancia, pero en teatro no. En teatro estás tú, tu cuerpo y el vacío. A veces sientes que te lanzas a una piscina sin agua… y aun así saltas. Luego descubres que sí la hay, que todo está ahí.
¿Cómo empezó tu relación con el teatro?
Muy pronto. Estudiaba ballet profesional y entrenaba todos los días, pero cuando tenía unos nueve años, ya en mi transición, dejé de encajar en la rigidez del género dentro del ballet. Encontré un aula de teatro en mi pueblo y sentí una libertad enorme. Me encontré muy segura. En la función de fin de curso hicimos La Cenicienta y yo interpreté a una de las hermanastras. Fue revelador. Era la primera vez que podía ser yo más allá del nombre o de la identidad con la que el mundo me veía. Por eso siento que el teatro tiene algo profundamente transgresor desde el origen.
En cine o televisión puedes repetir, pero en teatro lo que haces es lo que queda.
Totalmente. Ahí empezó realmente mi oficio, y ahora me conecta con romper concepciones que tenía sobre mí misma.
¿Cuál es tu relación con las expectativas? A veces son un error, porque nada sale como uno imagina.
Soy muy dura conmigo. Tengo expectativas altísimas de mí misma y sé que, en otros momentos, no habría estado preparada para hacer un monólogo. Había hecho teatro, sí, pero cosas pequeñas. Esto me llegó cuando por fin estaba lista. Si no, el enfrentarme a mí de una forma tan directa me habría destrozado. Antes de empezar a montar la obra estuve a punto de decir, no lo hago. Pero entendí que era el momento y me lancé. Intentaba callar mi propia voz y, aun así, algo dentro me empujaba: venga, otro día más. Al final me he enamorado de la obra de una manera tan profunda que todo ha sido disfrute. Eso no quita que ayer, por ejemplo, me puse a llorar con mi madre en una plaza: Mamá, tengo miedo de quedarme en blanco. Pero sé que hay mucho trabajo detrás. No estoy sola. La última vez que hice teatro tuve que preparar un papel en dos semanas y fue angustioso. Menos mal que ahora he tenido tiempo y cariño en la producción.
Por curiosidad, ¿cómo conociste a Pedro? En esta obra sois como tres pilares.
Tenía a Pedro en el radar desde que empecé porque es canario y siempre estaba presente en producciones importantes. Ana fue el puente porque es familia para los dos. Volvimos a coincidir cuando fui a ver La otra bestia. Él me escribió y me contó que el Cabildo de Lanzarote estaba dando ayudas para montar obras en la Cueva de los Verdes. Quedamos un día; le gustaba mucho un texto de Sara García Pereda. Nos sentamos en el Café Comercial y dijimos, tenemos esta oportunidad, hagamos lo que queramos. ¿Qué nos apetece? Así nació Lady Lady Lady. Fue muy espontáneo.
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¿Por qué hablar de la infancia? ¿Qué te atrae de ese periodo?
La historia va desde la niñez hasta los dieciocho años, cuando empieza la vida adulta. Me atrapa esa sensación de crecer en un pueblo rodeada de mujeres que te inspiran, te cuidan o te enseñan. La infancia es donde empiezas a construir quién eres. Yo tengo muchos recuerdos borrados, no recuerdo gran parte de esa etapa. La obra rescata esa inocencia, esa forma de mirar el mundo y ver belleza en todo. Es un viaje interior con decepciones pero también con reencuentros con personas que te recuerdan quién eres y que te permiten soñar. Porque crecer en un pueblo hace que soñar parezca un lujo, y no debería serlo.
¿Fuiste feliz?
Sí, a ratos. Hubo confusión, por eso hay tantas lagunas, pero también momentos preciosos. Recuerdo una inocencia muy pura antes de que alguien me dijera ‘esto está mal’. Vivía en un mundo mágico. Eso me salvaba.
¿Crees que la madurez mata un poco la fantasía?
Sí, el mundo no siempre es tan mágico. La magia existe pero la vida hace que a veces no puedas verla. Sin embargo, sigue ahí: en el arte, en las relaciones. En la obra también hablamos de la muerte como algo de lo que hay que hablar, no ocultar. Cuando fallece alguien, muchas veces se esconde a los niños, y eso crea vacío. Yo lo viví: hubo una muerte muy grande que no entendí hasta la adolescencia.
¿Has sufrido alguna gran pérdida?
No he tenido una pérdida cercana, pero sí hubo un suicidio en mi entorno. Entender eso de pequeña es complicadísimo. A los niños hay que explicarles la muerte o se quedan rotos.
¿Y cómo gestionas los vínculos? ¿Te cuesta dejar marchar a alguien?
Sí. He aguantado relaciones que me hacían daño y he perdido otras por tonterías. Siempre sufro mucho los vínculos. He tenido que aprender que las relaciones cambian y que hay que aceptar esos cambios. No siempre podemos seguir juntos, pero sí puede quedar cariño.
“Con la cámara tienes herramientas que te permiten cierta distancia, pero en teatro no. En teatro estás tú, tu cuerpo y el vacío.”
Desde que empezaste este proyecto, ¿cómo ha cambiado tu vida?
Ha cambiado el valor que me doy como actriz. Estaba en un momento de incertidumbre con los castings y esto me transformó. Me devolvió la motivación. Me encanta ensayar, crecer, inspirarme. Me ha recordado que este trabajo solo tiene sentido desde el disfrute, no desde la fama.
¿Cómo gestionas la inestabilidad de esta profesión?
Antes lo pasaba fatal. Pasé de trabajar muchísimo a no tener nada. Gracias a amigas y referentes entendí que las rachas son parte de la profesión. Me relajé y comprendí que estos periodos también forman parte del camino.
Si no hubieras sido actriz, ¿qué habrías explorado?
Estudié Psicología y me interesaba lo comunitario. Buscaba algo creativo relacionado con la salud: psicodrama, sexología. No me veía en una consulta tradicional, pero me interesa mucho el autoconocimiento.
¿Tú crees que es tan importante conocerse? A veces mirar hacia dentro da mucho miedo.
A mí me ayuda entender que los traumas o vivencias influyen en cómo actúo. No hay que obsesionarse, pero sí saber de dónde vienen nuestras reacciones. Si no, te golpeas contra la vida sin entender nada.
¿Dirías que ahora estás en un momento feliz?
Sí. Cagada pero feliz. Ese es mi estado. Nerviosa pero no insegura. Y este proyecto me hace crecer muchísimo.
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A veces siento que los momentos felices son menos inspiradores…
Salir del hoyo siempre te obliga a crear herramientas nuevas. Pero también la felicidad inspira. Intento impregnarla.
¿Eres una persona con esperanza?
Sí. Soy muy romántica y un poco niña de la vida. A veces soy durísima conmigo pero tengo mucha esperanza. Si no, no podría seguir.
¿Qué significa para ti ser romántica?
Buscar la belleza en los gestos pequeños. Mi pareja no es muy romántica (risas), pero si me enseña a tocar una canción al piano, para mí eso es amor. Me encanta romantizar cosas simples, incluso preparar una cena sencilla y rica puede ser un gesto precioso. 
¿Tu comida favorita?
Cualquier cosa vegana. Últimamente estoy obsesionada con la ensaladilla rusa vegana. Y la comida asiática. El tofu me parece la mejor comida del mundo.
A la gente le parece soso.
Es que hay que saber marinarlo.
“He aguantado relaciones que me hacían daño y he perdido otras por tonterías. Siempre sufro mucho los vínculos. He tenido que aprender que las relaciones cambian y que hay que aceptar esos cambios.”
En la obra hablas de la infancia canaria. ¿Crees que es distinta?
No es distinta, es que no se cuenta. No hay suficientes historias sobre cómo es vivir en una isla. Tenemos una cultura muy propia y reivindico que las historias canarias pueden contarse dentro y fuera del archipiélago.
Y cuando te fuiste a la península, ¿cómo te sentiste?
El primer año, desplazada. Eché muchísimo de menos el mar. Pero al segundo año encontré a mis amigas. Cuando descubrí Madrid, me enamoré.
Tu aventura con esta obra acaba de empezar, ¿a dónde te gustaría que te llevara?
A Madrid, a un teatro grande. Y abrir puertas para trabajar personajes distintos, romper clichés.
¿Algún género que te gustaría explorar?
Ciencia ficción, fantasía y acción.
¿Tu papel soñado?
Cualquiera de Almodóvar. O un personaje especial, divertido, con una historia curiosa. Y ciencia ficción, por supuesto.
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