Rem Koolhaas sostiene claramente en el Delirio de Nueva York (1978) que, con frecuencia, la arquitectura genera la cultura. Obviamente esta aseveración es como pararse a contemplar el huevo y la gallina: ¿Acaso no nos dicen que a un edificio no se le puede llamar edificio sin gente que lo habite? Igual con los videojuegos: si nadie se pierde en ellos, no existen. Además: dile tú a los Perros Callejeros de Tetuán que esos edificios no eran, en realidad, ellos mismos; dile tú al chino que esa Alhambra personal que se construyó inspirándose en la Casa Carmen de los Arrayanes de Sevilla en realidad le creó a él primero. Dile tú a Rosalía que ese skyline de Barcelona que miraba ya desde hacía tiempo con altura no es en realidad una metáfora sobre su imparable ascenso.
La música urbana, como fenómeno capaz de englobar todas aquellas acepciones creativas que han ascendido del patio al ático en los últimos sesenta años (el hip hop nació hace cincuenta y un años en el barrio más marginal del Nueva York capitalista y segregador, el Bronx, pero hubo antes músicas consideradas urbanas), es también arquitectura. Lo es porque todo empieza con los ritmos urbanos: aquellas asonancias y disonancias diarias que, como pulsos, transformamos en nuestros patrones y devenir. Son como las vibras, la cadencia de cada uno o los tics que pueda ir incorporando. Esos ritmos se entrelazan e interactúan en beats, instrumentales que según nuestra tonalidad puede generar una melodía u otra; más simpática o antipática. Llámalo composiciones, escenas, encuentros, espacios donde el desarrollo cultural nace, fluye y desaparece para crear otra cosa y así sucesivamente. Una vez estamos juntos, alrededor de un interés común, nos metemos en cajas de ritmos con forma de edificaciones y sampleamos a otros con la intención de crecer y nutrirnos, ir explorando lo que somos artísticamente. A eso se le llama armonía. Incluso pintamos las paredes de fuera y de dentro, y lanzamos mensajes escritos que otros pueden leer y con los que se pueden identificar. 
(Me prometí a mí mismo que no mencionaría el dicho de Frank Zappa sobre la música y la arquitectura así que no lo haré, aunque sea coherente hacerlo en este punto). 
De hecho, las músicas urbanas en todo el mundo, incluido España, son sinónimo de una presunta ‘baja cultura’ o ‘expresiones marginales’ alcanzando la ‘alta cultura' o la cultura de prismáticos (sin ascensor, andamio mediante): un tag bien grande con un buen spray con una boquilla bien grande con el que imprimimos nuestro nombre en los símbolos de las clases adineradas. Ahora nadie puede ni debe decidir qué es cultura popular o qué es alta cultura, ya que esos dos barrios son en realidad uno solo desde que nombres como C. Tangana o La Zowi dejaron sus marcas. Conviven en la misma área metropolitana mutante desde que las vanguardias decidieron romper con los elitismos de la burguesía y sacar el supuesto arte de los museos y venir a buscarlo a la planta baja. 
Así, la arquitectura musical urbana es una historia de reapropiación de símbolos y de construcción de nuevos mitos sobre los que ya se alzaron: mira a Yung Beef y a los pobres, se trajo las calles de Granada al Raval y las puso donde quiso; mira hasta dónde se ha llevado Moratalaz, cargado en su espalda, El Coleta; ni siquiera voy a entrar en lo que supuso el Chirie Vegas para Ciudad Lineal y aquello del Madrid Corona. ¡Esa gente rebrandeó Madrid! ¿Lo entendéis? Dictó como debía contemplarse según su imagen y semejanza: impacto de proximidad. Esa arquitectura alegórica de la que hablo es una conversación constante con el entorno y que va de derribar mausoleos, de sustituir santuarios y de intercambiar simbología; ¿Quién mira igual ahora a las localizaciones que aparecían en los videoclips del Madrileño? De igual modo, Bad Gyal se ha ganado el poder de que lleguemos a idealizar los espacios que recorre en los suyos. Y ya por no barrer únicamente para casa: mucho, mucho antes, Arthur Russell consiguió que a su apartamento se le considerase una iglesia y a un simple garaje también en Nueva York se le consideró un cielo en la Tierra solo porque Larry Levan solía poner música allí. 
¡La música urbana, el sujeto de esta exposición, es un monumento con cientos de ventanas al exterior! Ese edificio va cambiando de materiales porque ha ido subiendo el calor con los años y ahora ya no existen tantas puertas giratorias; está repleto de carteles de conciertos, la comunidad está basada en un diálogo intergeneracional, se venera la inclusividad y nadie juzga por un atuendo como lo harían en los barrios altos de cualquier ciudad. Entre todos, han conseguido un autocad donde vale la pena vivir: está Albany en su habitación fraseando melodías; está Luna Ki en el piso de arriba dando una fiesta y alguien ha visto a Tokischa entrar hace unos minutos al estudio. Hay unos que están ahora mismo comentando que si podríamos considerar un álbum de Soto Asa un espacio mental en sí mismo. ¡Pues claro, hombre!
Todo lo que se ha generado, desde los primeros versos que fueron los primeros ladrillos, nos sirve para no olvidar el poder que otorgan los escenios; un término que se refiere a aquellos entramados en los que existe una interdependencia entre todos los que lo crean y se presupone una cooperación para alcanzar bienes creativos comunes. En otras palabras: la música urbana es un genio colectivo. Y este sigue vivo hoy a pesar de que estamos, y me incluyo, abandonando la idea de juntarnos frecuentemente, de generar historias compartidas; en tiempos en los que nos domina la arquitectura digital y nos perdemos entre feeds, threads y muros virtuales, debemos ejercitar la memoria y darnos un paseo por las calles mientras, AirPods enchufados, recordamos la vida en aquellas fincas y patios. Es esa pulsación, esa parte de una sinfonía mucho mayor, la que contribuirá a que dentro de poco surjan nuevos edificios, nuevos espíritus a los que invocar y todo vuelva a cambiar, otra vez.
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