Hace unos días me crucé con un artículo de The Guardian que no esperaba. Contaba la historia de una mujer de sesenta años que juega al Call of Duty durante seis horas al día, en directo, ante más de cien mil seguidores. Se hace llamar TacticalGramma. Salta tejados, esquiva misiles, suelta frases con acento sureño y remata partidas con un “bless your heart” cargado de ironía. Tiene nietos, una comunidad, un canal de Twitch. Suena a excepción, pero no lo es tanto: según el mismo reportaje, el veintiocho por ciento de los jugadores en Estados Unidos tiene más de cincuenta años. Y al buscar más datos, me encontré con algo que me removió todavía más: el sesenta por ciento de los adultos en ese país juega videojuegos cada semana, y la edad media del jugador ha subido ya a los treinta y seis años.
No es que los videojuegos hayan envejecido; es que nosotros también. Quienes crecimos con un cartucho en la mano o con partidas infinitas de Pokémon en el asiento trasero del coche, ahora cargamos con otras cosas: el cansancio, las facturas, el reloj. Jugar ya no es tan fácil. No por dificultad, ni por amor, sino porque algo cambió en la forma de enfrentarse al tiempo libre. Nos persigue la culpa, nos cuesta empezar, abandonamos a mitad, y cada vez que se enciende la consola es como si estuviéramos midiendo el valor de ese momento contra todas las tareas que no hicimos. Y sin embargo, seguimos intentándolo.
Este artículo es sobre eso: sobre cómo ha cambiado nuestra relación con los videojuegos con la edad. Sobre por qué, incluso amándolos, a veces cuesta tanto sentarse a jugar. Y sobre cómo, tal vez, podamos volver a hacerlo sin sentir que estamos perdiendo el tiempo. Porque hay una forma adulta de jugar, solo que nadie nos la enseñó.
Cuando el hobby se convierte en tarea
Durante mucho tiempo, jugar era lo que venía después de los deberes: el premio, el ritual, la libertad. Había que limpiar la habitación, poner la mesa, hacer los ejercicios de lengua… y entonces sí: podía empezar la aventura. Aquel juego de cumpleaños duraba meses, no por su tamaño, sino porque era el único. Lo exprimíamos, lo rejugábamos, lo entendíamos.
Pero ahora, cuando por fin hay dinero para comprarlos, lo que falta es tiempo. Tiempo de verdad, no la hora y media escasa entre cenar, recoger la cocina y caer rendido. Tiempo de ese en el que uno se sienta sin culpa, sin cansancio, sin el zumbido de las notificaciones o la ansiedad del reloj. El tiempo de jugar ha desaparecido. Y lo peor es que nadie te avisó de que ese lujo también era parte del juego.
Así, muchos han empezado a mirar los videojuegos con el mismo desdén con el que se mira una cinta de correr después de un día agotador: como una obligación que debería gustarte, pero que no apetece. Y, sin embargo, sigues ahí. Añadiendo títulos a la wishlist. Siguiendo canales de análisis. Participando del entusiasmo colectivo como si la chispa siguiera viva. Tal vez lo está. Solo ha cambiado de forma.
De la acumulación a la parálisis
La paradoja es cruel: nunca hubo tantos juegos, ni tan buenos, ni tan baratos. Las rebajas de Steam son una fiesta sin fin, las recomendaciones se multiplican en cada scroll, y la industria indie no para de lanzar pequeñas joyas que prometen arreglar lo que los triples A ya no saben tocar. Y, sin embargo, el mando sigue en la estantería. Porque elegir se ha vuelto agotador. Porque hay demasiadas opciones. Porque detrás de cada partida hay una renuncia.
Es lo que llaman ‘analysis paralysis’, un bloqueo sutil pero persistente donde el exceso de posibilidades impide cualquier acción. Pasas más tiempo navegando entre iconos que jugando. Reinstalas ese juego que te encantó solo para cerrarlo a los cinco minutos. Vuelves a tu juego favorito, no porque lo vayas a acabar, sino porque al menos sabes cómo se mueve. Lo familiar es consuelo. Lo nuevo da vértigo.
A eso se suma el FOMO, ese miedo a perderse algo. Cada vez que un nuevo título recibe elogios unánimes, te entra la ansiedad de no estar ahí, de quedarte atrás, de ser menos gamer. Pero no es falta de interés: es agotamiento. Es culpa. Es querer estar en todas partes y no poder estar en ninguna.
Reeducar el placer
La industria tampoco ayuda. Cada vez más juegos piden sesenta, ochenta, ciento veinte horas de compromiso. Prometen mundos infinitos, decisiones ramificadas, recompensas por fidelidad. Y uno, que apenas puede permitirse una hora al día, empieza a preguntarse si tiene sentido siquiera empezar. Como si el juego ya no estuviera hecho para ti, sino para alguien con más tiempo, más energía o menos responsabilidades.
Pero quizás la solución no está en abandonar el medio, sino en reconciliarse con él. Jugar a menos cosas. Jugar sin culpa. Bajar la dificultad sin remordimiento. Dejar un juego a medias sin sentir que has fallado. Volver a jugar por jugar. Volver a emocionarse sin la presión de tener que opinar. Entender que los videojuegos también pueden cambiar de rol en tu vida, como cambia la música, el cine o la manera en que te vistes.
Y cuando llega el día en que no apetece jugar a nada, está bien también. Porque quizás esa pausa sea justo lo que hace falta para volver a mirar el hobby con ojos nuevos.
Lo que queda
Ahora, cuando hablo con mis amigos de esto, siempre acabamos en el mismo sitio: ¿el problema son los juegos, o somos nosotros? ¿Es que ya no tienen magia, o es que la magia se nos fue con la infancia? La respuesta, como todo lo importante, no es fácil.
La sensación que tengo muchas veces cuando vuelvo a jugar es como si intentara rellenar un vacío que dejó una época que ya pasó. Y por mucho que lo intente negar, soy un adulto. Y todo el tiempo que paso jugando es tiempo que podría estar trabajando, aprendiendo algo útil, haciendo ejercicio, construyendo relaciones, mejorando mi vida. Esa es la trampa. Ya no jugamos como cuando éramos niños. Porque ahora el tiempo duele.
Pero cuando era niño no pensaba en eso. Solo jugaba. Y por eso era tan mágico. Porque no había remordimiento. Porque, sinceramente, lo mejor que podías estar haciendo en ese momento era disfrutar de jugar. No necesitabas justificar nada.
No sé si jugaré cuando tenga cuarenta o cincuenta años. Pero sí sé que esa parte de mí no se ha ido del todo. Esa versión mía que se emocionó con un combate, con un diálogo, con una canción de fondo que parecía escrita solo para mí. Esa parte sigue ahí. Quietecita. Esperando.
Jugar ya no puede ser un intento de volver a ser niño. Porque eso es imposible. Igual que cambian las relaciones con tus padres, con tus amigos, con la ciudad donde creciste… también cambia la relación con los videojuegos. Y hay que aceptarlo. Aceptar que ya no es lo mismo. Que ahora es otra cosa. Más compleja. Más espaciada. Más frágil. Pero también más consciente.