En Journey, Thatgamecompany nos lleva en un viaje profundamente emocional a través de un vasto desierto. Es una historia de soledad, compañerismo y aceptación de la vida y la muerte. El viaje no solo transforma a sus personajes, sino también a nosotros como jugadores.
Para algunos, la vida es un sueño. Para otros, es lo que ocurre mientras hacemos planes. Pero para casi todos, la vida es un viaje, una aventura en la que cada paso nos acerca al inevitable final. Y como la vida, cada final es también el comienzo de un nuevo viaje. El viaje ha sido siempre el corazón de la narración. La Odisea de Homero, uno de los relatos más antiguos, cuenta el periplo de Ulises, y toda la literatura posterior no ha dejado de reescribir esta historia.
Nos fascina la estructura del viaje porque refleja la vida misma: partimos de un punto A hacia un punto B, y todo lo que sucede en el trayecto nos cambia para siempre. En un día como hoy, 10 de octubre, el Día de la Salud Mental, Journey nos recuerda que a veces la mayor fortaleza radica en compartir el camino con otros.
Esta misma estructura es el alma del juego, una obra maestra minimalista desarrollada por Thatgamecompany bajo la dirección de Jenova Chen. Pero en este relato no hay un solo viaje; hay tres. Uno es el del protagonista que recorremos en pantalla, otro es el de Chen, un niño solitario que creció en un diminuto apartamento en Shanghái, y el tercero es el nuestro, como jugadores, que nos sumergimos en un desierto tanto físico como emocional.
Jenova Chen: El artista solitario
Jenova Chen es un creador atípico en la industria de los videojuegos. Nacido en una de las ciudades más grandes y contaminadas del mundo, Shanghái, creció sin hermanos debido a la política del hijo único en China, y en un sistema educativo que fomentaba la competencia feroz entre los niños. Esa infancia solitaria y competitiva marcó a Chen, y su obsesión por la naturaleza, las fronteras y la desconexión humana se ha plasmado en cada uno de sus juegos.
Desde sus primeras obras como Cloud, un simulador de nubes, hasta Flow y Flower, Chen ha utilizado los videojuegos como una forma de explorar emociones. Estos títulos, con gráficos sencillos y mecánicas minimalistas, son intentos de transmitir sensaciones más que de contar historias tradicionales. Aunque a veces se les ha criticado como simples ‘salvapantallas interactivos’, Flow y Flower demuestran que los videojuegos no tienen por qué ser solo entretenimiento: pueden ser experiencias que invitan a la introspección.
Sin embargo, Journey es el juego donde todas las ideas y obsesiones de Chen convergen y se elevan. Mientras que sus primeros trabajos carecían de una narrativa compleja, Journey toma el minimalismo emocional y lo convierte en una poderosa herramienta narrativa.
La arena: El comienzo del viaje
Lo primero que vemos en Journey es un vasto desierto. No hay señales de vida, solo arena, un lugar desolado que simboliza lo desconocido. En medio de esta inmensidad aparece una figura encapuchada que, a primera vista, parece humana. Sin embargo, este ser no necesita hablar ni explicarnos su misión. Su objetivo está claro desde el primer momento: llegar a la cima de una montaña lejana, visible en el horizonte. Es un viaje, y, por instinto, comprendemos que debemos seguir adelante.
La universalidad de este viaje es lo que hace que Journey conecte con todos los que lo juegan. Desde las antiguas mitologías hasta el cine moderno, la idea de una travesía hacia lo desconocido resuena en la psique humana. No necesitamos instrucciones detalladas ni un mapa para saber qué hacer; el instinto y la curiosidad nos guían.
Este enfoque minimalista, lejos de ser una limitación, es una elección deliberada que refuerza la inmersión del jugador. No hay diálogos, ni barras de vida, ni objetivos explícitos. Thatgamecompany elimina cualquier distracción para que el jugador pueda centrarse en lo esencial: experimentar el viaje.
El minimalismo como forma de arte
En un mundo de videojuegos llenos de explosiones, gráficos hiperrealistas y misiones interminables, Journey apuesta por lo contrario. Su simplicidad no es fruto de la falta de recursos, sino una decisión artística. Los desarrolladores quieren que los jugadores encuentren su propio camino, que descubran su objetivo de manera orgánica, igual que hacemos en la vida. Este proceso de exploración y aprendizaje es lo que hace que Journey sea más que un simple juego: es una metáfora de la vida misma.
Las mecánicas del juego son pulidas al máximo. Moverse por el mundo de Journey es un placer en sí mismo. Los controles son intuitivos y fluidos, permitiendo que el protagonista salte, deslice y se desplace por las dunas con una gracia que pocos juegos consiguen. Cada movimiento está diseñado para evocar una emoción en el jugador. Al principio, el personaje avanza con seguridad, con una postura erguida que refleja confianza. Pero a medida que avanza el viaje, su cuerpo empieza a mostrar signos de agotamiento, encorvándose bajo la presión de una tormenta inminente. Este cambio en la animación transmite la idea de que el viaje es cada vez más difícil, como ocurre con la vida.
El poder del entorno y la música
El entorno en Journey es casi un personaje en sí mismo. El escenario, con sus formas triangulares y sus paisajes desolados, está diseñado para evocar una sensación de paz, pero también de vulnerabilidad. Las formas geométricas, lejos de ser frías, logran transmitir armonía. El entorno es vasto, pero nunca abrumador, y la luz y los colores cambian de manera sutil a medida que avanzamos, haciendo que cada tramo del viaje tenga su propia atmósfera.
La música, compuesta por Austin Wintory, es otro de los grandes pilares del juego. Cada nota está diseñada para acompañar al jugador en su viaje emocional. Los temas musicales se entrelazan con nuestras acciones, creando crescendos y melodías que nos guían, casi como una voz interna. No hay momentos de tensión gratuita ni de peligro evidente, sino una suave progresión que refuerza la sensación de que el viaje, aunque difícil, es inevitable.
Un viaje personal
La primera vez que jugué Journey, lo hice en solitario. No sabía qué esperar y, al terminar, me di cuenta de que no había jugado el juego como debía. Journey no es solo una experiencia individual, es una experiencia que cobra sentido cuando se comparte. El juego permite que otros jugadores anónimos se crucen en nuestro camino, sin nombres ni palabras, solo presencias silenciosas que nos acompañan durante breves momentos. Esta interacción, lejos de romper la inmersión, la profundiza. Al compartir el viaje con otro jugador, el peso de la soledad se reduce y las alegrías y dificultades del viaje se sienten más reales.
En mi segundo recorrido encontré a otro jugador. Juntos, sin hablar, enfrentamos los obstáculos del desierto, y fue entonces cuando comprendí que la verdadera belleza de Journey reside en la conexión humana. El juego es una metáfora no solo de la vida, sino de la necesidad de compartirla. Como en la vida, los momentos difíciles son más llevaderos cuando se comparten, y las alegrías se amplifican al tener compañía.
El final del camino
Journey termina con un clímax emocional que es tan ambiguo como profundo. Para algunos, representa el Nirvana o el paraíso. Para otros, es una metáfora de la aceptación de la muerte. Para mí, fue una liberación. El juego me recordó que la vida, al igual que el viaje de Journey, es cíclica. Y aunque cada camino tiene su final, siempre habrá nuevos viajeros dispuestos a continuar la travesía.
En un mundo lleno de juegos que nos sitúan como héroes infalibles, Journey nos recuerda que somos solo una pequeña parte de algo mucho más grande. No somos el centro del universo, y eso está bien. Al final, el juego nos invita a abrazar la transitoriedad de nuestra existencia, a valorar el viaje y a comprender que, como en Journey, lo importante no es el destino, sino cómo elegimos caminarlo.