La temporada siete de Élite pretende renovarse con caras nuevas y algún que otro regreso, pero acaba siendo totalmente indiferente por no apostar por un cambio de rumbo. Otro curso compuesto por la misma fórmula: protagonistas guapísimos con más caras que un poliedro, escena sexual de lo más random en mitad del instituto y muerte en el capítulo final. Pero no todo es negativo, es simplemente confort, esa es la palabra. Un producto audiovisual que compramos como es, con sus luces y sus sombras.
En sus orígenes, Élite tenía todo: un reparto de actores que se estaban convirtiendo en celebrities del día a la mañana, una trama un tanto thriller que hacía de Las Encinas nuestro propio Twin Peaks (obviando la calidad) y de María Pedraza, nuestra Laura Palmer. Pero las constantes similitudes entre temporadas y esquemas argumentales han acabado siendo la causa de su declive. ¿Por qué? En mi opinión, porque ha acabado parodiándose a sí misma.
Ahora, hablando de la séptima temporada, hay puntos que la hacen más interesante: el comeback de Omar, porque siempre está bien reconectar con las raíces, y aunque nos guste más o menos su personaje, es uno de los originales, de los que se te vienen a la cabeza cuando piensas en Élite. También está su trama con Fernando Lindez, que ya me diréis qué sería de esta serie sin un melodrama gay: nada. Eso sí, la que carga con todo el peso de la temporada es Mireia Balic (Chloe), la mean girl por antonomasia que necesitaba Las Encinas desde la marcha de Danna Paola.
Pero me reitero, no todo es malo ni mucho menos. Maribel Verdú aporta esa credibilidad que necesita cualquier serie teen para que se le dé más reconocimiento. La actriz, además, interpreta a Carmen, la madre secreta de Iván (Andrea Lamoglia), y juntos recrean una de las escenas más polémicas de la temporada –pensad mal y acertareis–. La temporada juega con la perversión y la lleva al extremo, donde no existen los límites. Todo es puro desenfreno.
Llegados a este punto, solo puedo decir una cosa: renovarse o morir. Está claro que la fórmula inicial ya no funciona de la misma forma, y mira que nos encantan las chicas malas como Sara (Carmen Arrufat) puteando a diestro y siniestro. Esta entrega dista mucho de los comienzos de la serie, ya ni sentimos misterio, sabemos quién va a morir, y todo se vuelve predecible. 
En conclusión, si algo nos demuestra otra vez Élite es que todos los caminos llevan a  Las Encinas. Todas las tramas se resuelven en el episodio final, lo que, al menos, hace un poco más interesante tragarte los ocho episodios de una hora de la temporada. Porque, sí, de series vivimos, aunque sea para verlas un domingo a base de Haagen-Dasz y con ganas de recrearte en desgracias ajenas.