Hay ocasiones en las que entrar en una sala de cine equivale a integrarse en un rito colectivo. Nos sentamos a oscuras, dispuestos a compartir una vivencia común que se despliega ante nosotros. En muchos géneros —el drama, el terror, el suspense— los hechos que se presentan son tajantes, inapelables. Un personaje muere o se enamora y el relato lo establece como una verdad cerrada. Podemos interpretarlo desde nuestra sensibilidad, pero la historia avanza con firmeza, sin espacio para la ambigüedad.
¿Pero qué ocurre cuando lo que se nos ofrece no es una narración lineal, sino una sucesión de momentos íntimos, delirantes, profundamente subjetivos? Entonces, lo que sucede en pantalla se vuelve maleable, imprevisible. La película deja de ser una obra que observamos desde fuera para convertirse en algo que cada espectador reconstruye desde su propia experiencia. El Jockey, dirigida por Luis Ortega, propone precisamente esa forma de cine: libre, mutante, emocionalmente inclasificable.
El punto de partida parece familiar: un jinete atrapado en una vida de excesos, errores y vínculos turbios. Su pareja, embarazada, trata de aferrarse a él sin conseguir frenar su deriva. La presencia de la mafia solo agudiza el caos. Pero Ortega no está interesado en contar una historia de redención o caída al uso. Lo que plantea es una odisea existencial, un trayecto simbólico en el que su protagonista atraviesa estados de conciencia, sombras interiores y posibles renacimientos.
El filme tiene algo de trance, de visión alucinada. El personaje principal, interpretado por un turbador Nahuel Pérez Biscayart, no actúa como un ser definido, sino como una figura cambiante, atravesada por emociones extremas. Su rostro transmite desorientación, deseo de fuga, anhelos contradictorios. Más que un hombre, parece un cuerpo en transición, una entidad que atraviesa una ciudad fantasmagórica y sin lógica aparente, donde el tiempo y la identidad se diluyen.
La atmósfera del film remite a universos como el de Orlando, de Virginia Woolf, donde la fluidez vital y la ruptura de las categorías tradicionales son motor del relato. También hay ecos del cine de Lynch o del primer Noé, con sus paisajes deformes, su narrativa fragmentada y ese pulso entre belleza e incomodidad. Ortega construye un espacio visual donde la lógica se suspende y la emoción ocupa el centro.
A nivel formal, la película es una experiencia sensorial. La fotografía de Javier Juliá destaca por su contraste entre luces violentas —neones, faros, reflejos inciertos— y zonas de sombra que tragan al personaje. La cámara es impredecible: se mueve con lentitud hipnótica en unos momentos y con agitación visceral en otros. El diseño sonoro intensifica esa inestabilidad: zumbidos, ecos, silencios bruscos que cortan el flujo narrativo y generan desconcierto.
Úrsula Corberó, por su parte, se entrega a un personaje que combina magnetismo y vulnerabilidad. Su presencia en pantalla no necesita palabras: cada gesto suyo parece contener una historia no dicha. Confirma con este papel una voluntad clara de alejarse de zonas cómodas y explorar registros más complejos, donde el cuerpo y la mirada cuentan más que el diálogo.
El montaje, lejos de buscar la claridad, refuerza la dimensión onírica del relato. Fragmentos que se repiten, escenas que podrían ser recuerdos o fantasías, vacíos que no se explican. En lugar de construir una progresión lógica, Ortega opta por un ritmo emocional que exige entrega y atención. Aquí no hay respuestas fáciles: solo sensaciones, símbolos, impulsos.
El Jockey no es una película que se vea con distancia. Se impone como un estado, una inmersión. Más que entenderla, hay que dejarse arrastrar. Una propuesta que divide, pero que deja huella. Porque en un panorama donde muchas obras se consumen y se olvidan al instante, esta se queda resonando, como un sueño del que no terminamos de despertar.