La primera vez que escuché hablar de Destino final fue gracias a mi padre. Durante un paseo por mi Zaragoza natal, y ante mi incipiente fascinación por el cine de terror, me contó que existían unas películas en las que un grupo de jóvenes escapaba milagrosamente de una tragedia, solo para acabar muriendo en una serie de accidentes tan extraños como inevitables. “En esas películas, la muerte parece tener una memoria implacable, una lista de la que no puedes salir. Tarde o temprano vuelve a por ti hasta que caes”, me dijo.
Intrigado por la idea de que fuerzas invisibles pudieran guiar nuestro destino, decidí adentrarme en la saga, que por aquel entonces contaba apenas con tres entregas. La primera que vi fue Destino final 2, y su impacto fue tal que alteró por completo mis hábitos cotidianos. Desde entonces, empecé a ser precavido con los vasos en la mesilla, los cubiertos mal colocados o los cables sueltos por el suelo. Cualquier detalle podía desencadenar una de esas muertes grotescas: aplastado por un panel de vidrio al salir del dentista, calcinado en una máquina de rayos UVA o con la cabeza destrozada por el motor de un camión. La imaginación de los guionistas de Hollywood no conoce límites.
Más de una década después, la franquicia regresa con su sexta entrega: Final Destination: Bloodlines. Convertida en uno de los mayores éxitos del año, la crítica la ha celebrado como un “regreso triunfal”. Pero esto plantea una pregunta inevitable: ¿por qué disfrutamos viendo películas donde los personajes apenas se desarrollan, la mitología es mínima y la estética, irrelevante? ¿Qué nos atrae de este matadero cinematográfico donde, sin distinción de edad, todos acaban siendo víctimas de muertes tan absurdas como impactantes?
En un slasher, al menos hay un asesino reconocible, un ambiente inquietante o un componente erótico. En Destino final no hay villano, ni rostro, ni motivación. Solo corrientes de aire, objetos en equilibrio precario y un destino inevitable que convierte lo cotidiano en mortal.
La cineasta y actriz Julia de Castro, capaz siempre de ofrecer una opinión estimulante, lo explica con claridad: “Vivimos completamente insensibilizados frente a la muerte. Le damos la espalda, la evitamos, pero eso no significa que no esté entre nosotros. Por eso nos atraen películas como Destino final, porque nos obligan a mirar de frente aquello que preferimos ignorar”.
El influencer de cine y series Guille Vandrei apunta otra contradicción: “La gente critica películas como Funny Games, de Michael Haneke, por ser demasiado perturbadoras, pero luego se sienta a ver carreras de coches en televisión donde los accidentes son brutales. ¿No es eso igual de inquietante?”.
El cantante y actor Martin Urrutia lo resume en una palabra: adrenalina. “Nos engancha la sensación de peligro, el morbo de presenciar algo que está mal: asesinatos, torturas… Es como jugar con fuego desde un lugar seguro”. Mi amigo Sergio Momo, actor, ofrece una perspectiva distinta pero igualmente reveladora: “Las mejores comedias son aquellas en las que los personajes sufren. Destino final exagera tanto el desastre, lo lleva a tal extremo, que terminas valorando tu propia vida. Cuando se encienden las luces, piensas: no estoy tan mal”.
Antonio J. Rodríguez, conocido escritor cosmopolita, apunta una idea que ayuda a entender el fenómeno desde otro ángulo: “Hay un tipo de consumo cultural que no está tan ligado a la narrativa, sino a las emociones. A este tipo de películas vas a sentir, a exponerte a un susto y a recuperarte. A sentirte vivo”. Incluso desde la psicología se le da sentido al fenómeno. Una especialista me explicó que “estas películas ayudan a liberar tensiones. Todos tenemos pensamientos intrusivos, y este tipo de ficciones sirven para enfrentarlos y aliviarlos”.
Y luego están razones más personales, como las que comparte la siempre glamurosa Carmen Jedet: “Lo que me gusta de estas pelis con tantos sustos es que te dan la excusa perfecta para abrazarte a tu novio, tu novia, o a quien te gusta. Es el mejor motivo, la verdad”.
En Destino final 5, el personaje de Molly le dice a Sam: “En la vida debes perseguir aquello que amas”. Una frase que, fuera de contexto, suena inspiradora, pero que dentro de la historia resulta irónica, desesperanzadora y brutalmente cierta. Porque, aunque el mundo parezca jugar en tu contra, seguimos adelante. ¿No es eso lo que hacemos todos los días? Salimos a enfrentar lo desconocido, sin garantías, sin saber qué nos espera.
Si los personajes de Destino final pueden seguir soñando incluso cuando todo está perdido, ¿no deberíamos hacerlo nosotros también? Al fin y al cabo, solo hay un destino seguro: el destino final.