Han pasado casi seis años desde que Death Stranding dividió a la crítica, al público y al propio medio. Fue el primer título de Hideo Kojima tras su ruptura con Konami, una separación tan dramática como simbólica: el creador de Metal Gear se quedaba sin saga, sin estudio y sin red. Pero desde aquel debut con Kojima Productions, no habíamos vuelto a verle construir una obra desde cero. Hasta ahora.
Death Stranding 2: On the Beach no solo es su regreso más ambicioso; es, quizás, su obra más íntima, existencial y brutalmente honesta. Un juego que camina sobre las ruinas del primero no para repetirlo, sino para transformarlo en un ritual de duelo, memoria y liberación.
El arte de andar sobre tierra ya pisada
Death Stranding 2 arranca como si nada hubiera cambiado: vuelves a caminar, vuelves a conectar terminales, vuelves a construir carreteras, a poner tirolinas, a encender generadores para tu ridículo triciclo. Todo suena a más de lo mismo. Y lo es. Pero precisamente ahí, en esa decisión de no innovar, Hideo Kojima pone el dedo en la llaga. Esta no es una historia sobre avanzar, sino sobre quedarse atrapado.
Donde cada Metal Gear era un salto al vacío mecánico y narrativo, Death Stranding 2 se permite repetir casi todo. Y sin embargo, lo hace con una intención distinta: esta es una historia de duelo, de negar lo que ya pasó, de negarse a soltar. Y en esa repetición, en esa circularidad enfermiza, hay una belleza amarga. Porque cuando perdemos algo irrecuperable, lo primero que hacemos es reconstruirlo, aunque solo sea en nuestra cabeza.
Un mundo lleno de fantasmas
Sam camina sobre suelo en ruinas. El mundo que ayudó a conectar en la primera entrega se siente más desolado que nunca. Y lo mismo ocurre con él: sigue de pie, pero emocionalmente devastado por la muerte de Lou. Aunque nadie lo dice claramente, todo lo que hacemos (todo ese nuevo continente que recorremos durante más de cincuenta horas) está construido sobre la negación.
Kojima no oculta sus cartas: este es un juego sobre el luto. Pero lo fascinante es cómo lo comunica. No a través de largas escenas explicativas, sino con mecánicas, con ritmo, con repetición. Cada carretera reconstruida, cada encargo entregado, es un intento desesperado de volver a un mundo que ya no existe. Como si la acumulación de acciones pudiera compensar la ausencia de sentido.
Y por momentos, lo logra. Porque Death Stranding 2, pese a su densidad temática, es un juego exquisitamente placentero de jugar. Atrapa, obsesiona, enreda. Sus montañas invitan a ser conquistadas, sus sistemas a ser optimizados. Y cuando crees que todo es rutina, algo pequeño te sacude: una ráfaga de viento en el mando, una canción melancólica, una memoria de otra vida.
El duelo de Kojima, el nuestro
Más allá de la historia de Sam, Death Stranding 2 parece también un texto sobre Kojima y su relación con el pasado. Con Metal Gear, con sus fans más devotos, con todo aquello que le fue arrebatado. Las referencias están ahí: bandanas, mechas, samurais cyborg. Pero no son promesas de regreso; son homenajes, ecos de algo que fue. Y como todo eco, no ofrece respuestas, solo resonancias.
La figura de Neil no es Solid Snake. El Magellan no es Metal Gear Rex. Son reflejos distorsionados. Kojima no busca cerrar ciclos, sino invitar a aceptarlos como abiertos. A dejar de buscar la ‘verdadera continuación’. A entender que el pasado no puede reescribirse, y que la nostalgia puede ser una cárcel.
Reír para no llorar
Entre sus momentos más emotivos, Death Stranding 2 también se permite lo absurdo. Desde batallas en playas surrealistas con guitarras-katana hasta la posibilidad de orinar mientras alguien te da un discurso sobre el duelo. Pero ese contraste no es un error de tono. Es parte del mensaje.
En una sociedad donde todo se mide, se controla y se planifica, el duelo es caos. Es simultáneamente trágico y ridículo. Es querer abrazar una sombra, hablar con una ausencia. El juego captura ese vaivén emocional como pocos. Y su disonancia, ese choque entre drama solemne y mecánica cómica, no solo no rompe la inmersión, sino que la completa.
Caminar es resistir
En el fondo, Death Stranding 2 es una elegía interactiva. Pero no una que se entrega al dolor, sino una que lo convierte en motor. La repetición aquí no es simple reciclaje: es insistencia, es resistencia, es la manera en la que el alma dice ‘sigo aquí’.
El propio Kojima, como Steve Reich en Come Out, utiliza el loop como estructura narrativa. A través de la reiteración, transforma lo mecánico en ritual. Y en ese desgaste repetido, algo emerge. No una respuesta, quizás, pero sí una forma de continuar. Un paso. Luego otro. Luego otro más.
Lo que queda
En el último tramo del juego, cuando ya todo parece resuelto, Kojima rompe la ilusión. Lou no es la misma. Sam ha perdido años de su vida buscándola. Y sin embargo, la abraza. Porque entiende, y nosotros con él, que lo importante no es lo que se perdió, sino la capacidad de seguir amando lo que venga.
Death Stranding 2 no es un juego sobre salvar el mundo. Es un juego sobre no dejar que el mundo te consuma cuando todo se ha ido. Sobre elegir el camino incierto en lugar de refugiarte en las ruinas de lo que fue. Y sobre entender que, a veces, el mayor acto de esperanza es simplemente seguir caminando.
