El debate ha vuelto a surgir tras un rumor que sugiere que GTA 6 costará cien dólares, y la industria espera ansiosa que marque un nuevo estándar. Algunos sectores de los videojuegos consideran que ha llegado el momento de aumentar el precio de los juegos AAA a esa cifra. 
El argumento es simple: los costos de desarrollo se han disparado, las campañas de marketing son más caras que nunca y los ciclos de producción se han extendido hasta los siete o incluso diez años en algunos casos. Si la inflación ha afectado al precio de las entradas de cine, del transporte público y hasta del café de la mañana, ¿por qué los videojuegos deberían seguir costando lo mismo que hace veinte años?
Pero hay una cuestión que la industria se niega a enfrentar: el precio de los videojuegos ya no es simplemente el del juego en sí. Hoy, un título AAA no solo cuesta setenta euros, sino que está plagado de microtransacciones, DLCs, ediciones de lujo y pases de temporada. Pedir más dinero no es solo un ajuste por inflación, sino un cambio en la percepción del videojuego como producto.
Entonces, la pregunta real no es si los videojuegos deberían costar más. La pregunta es: ¿cuánto vale una obra de arte?
El valor de lo digital
Desde el inicio de la industria, los videojuegos han tenido un precio estándar. En los años noventa, un cartucho de SNES podía costar entre cuarenta y sesenta dólares, lo que ajustado a la inflación equivaldría hoy a unos cien dólares. Desde un punto de vista puramente económico, la idea de que los videojuegos deberían costar más no es descabellada. Sin embargo, los videojuegos ya no son productos estáticos como en los novrnta. 
Hoy, los juegos continúan generando ingresos mucho después de su lanzamiento. Fortnite y Call of Duty hacen más dinero vendiendo skins que con la venta de copias. GTA V ha sido una de las obras más rentables de la historia, no por su precio base, sino por las microtransacciones de GTA Online. En este modelo, la compra inicial de setenta euros es solo un boleto de entrada a una máquina de generar dinero.
La realidad es que los videojuegos han evolucionado en la manera en que se monetizan, pero los publishers quieren tenerlo todo: vender un producto a precio de lujo y seguir explotándolo después. En este punto, el precio inicial de un videojuego se convierte en una decisión política. No se trata de lo que cuesta hacerlo, sino de qué lugar ocupa el videojuego en la economía del entretenimiento y del arte. ¿Es el videojuego un producto de consumo como un refresco? ¿Es un artículo de lujo como una entrada VIP a la ópera? ¿O es una obra de arte cuyo valor no debería estar atado al mercado?
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Arte, precio y piratería
El arte siempre ha tenido una relación ambigua con el dinero. Los libros, la música y el cine han pasado por las mismas discusiones que hoy tienen los videojuegos. Cuando los CDs comenzaron a costar veinte euros, Napster y LimeWire explotaron. La gente no dejó de escuchar música, pero se negó a pagar un precio que consideraba excesivo. Las discográficas respondieron con demandas y DRM, hasta que finalmente servicios como Spotify encontraron un modelo ‘sostenible’. La pregunta clave es: ¿pasará lo mismo con los videojuegos?
Hoy en día, la industria del gaming parece haber olvidado la lección de la música. En un mundo donde el acceso a los videojuegos se ha diversificado (con suscripciones como Game Pass, modelos free to play y mercados de segunda mano), ¿realmente creen que la solución es subir los precios?
Si un videojuego cuesta cien euros, ¿cuántos jugadores aceptarán el precio y cuántos decidirán que es mejor descargarlo gratis? La piratería ha disminuido en los últimos años gracias a la accesibilidad, pero la historia ha demostrado que cuando la industria pone barreras, los consumidores encuentran formas de saltárselas.
El problema de fondo no es solo la piratería, sino la percepción de valor. Un precio de cien euros no solo es un número: es una barrera psicológica que cambia la forma en que vemos el producto. A partir de cierto umbral, un videojuego deja de ser un gasto impulsivo y se convierte en una inversión. Se convierte en un artículo de lujo. Pero, ¿qué pasa cuando un producto de lujo no cumple las expectativas?
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El estado de la industria: un precio que no se justifica
El otro problema de la subida de precios es que llega en el peor momento posible. En los últimos años, la industria ha estado plagada de juegos rotos en el lanzamiento, títulos llenos de microtransacciones y estrategias de monetización abusivas. Si un jugador va a pagar cien euros, espera un producto impecable. Pero, ¿qué nos ha ofrecido la industria últimamente?
Skull & Bones costó setenta euros, pero nadie lo pidió y su base de jugadores es mínima. Cyberpunk 2077 se lanzó al mismo precio, pero llegó incompleto y tardó años en arreglarse. Assassin’s Creed Shadows también costará lo mismo pero ya genera desconfianza antes de salir, y Call of Duty sigue pidiendo setenta euros cada año por un producto con pocos cambios.
Si la industria espera que los jugadores paguen más, primero tendría que justificarlo. No se puede pedir cien euros por un juego si luego va a necesitar parches durante meses. No se puede pedir cien euros si el título está diseñado para obligarte a gastar más en DLCs y battle passes.
Los jugadores no se quejan del precio solo por quejarse. Se quejan porque hoy en día un videojuego no es un producto terminado, sino un servicio en constante cambio. Y nadie quiere pagar cien euros por algo que podría no funcionar bien el primer día.
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¿Qué precio tiene una experiencia?
El problema del precio de los videojuegos no es solo económico. Es una cuestión filosófica. ¿Cuánto vale una experiencia? En un mundo ideal, el precio de un videojuego reflejaría su calidad, su impacto y el esfuerzo de sus creadores. Pero en la realidad, el precio se basa en la percepción del mercado, en la avaricia de las empresas y en la paciencia de los jugadores.
Si la industria sigue por este camino, se enfrenta a un posible colapso. Subir los precios en un mercado en crisis solo acelerará la caída de los grandes estudios. Mientras tanto, los jugadores seguirán encontrando experiencias memorables en juegos indie, en títulos free to play y, si hace falta, en los mismos rincones oscuros de internet donde la música y el cine sobrevivieron a su propia guerra contra los precios inflados.
La pregunta no es si los videojuegos deben costar cien euros; la pregunta es si la industria ha hecho algo para merecerlo.