Hubo un tiempo en que Black Mirror, antológica serie creada por Charlie Brooker, pretendió —y, de hecho, casi logra— plasmar a lo largo de sus 27 capítulos ese, y en palabras del propio Brooker, “malestar contemporáneo sobre el mundo moderno” a través de muñecos convertidos en políticos, vidas sustentadas a base de likes y aplicaciones capaces de programar la duración de tus relaciones sentimentales. Tan familiar que da escalofríos.
Y digo casi porque, después de los cinco últimos capítulos que ha traído consigo la sexta temporada de la ficción británica, estrenados el pasado 15 de junio en la plataforma Netflix, ese malestar contemporáneo más parece acercarse a un horror provocado por la nostalgia de un mundo no tan moderno. Y de la mano, además, de actores y actrices como Salma Hayek, Kate Mara, Aaron Paul o Josh Hartnett (que vuelve a demostrar que lo suyo es ser el tercero en discordia en esto de los romances de sus amigos).
Esta tétrica nostalgia la vemos, sobre todo, en tres episodios con reminiscencias de tiempos pasados: Demonio 79, quinto y último capítulo de esta nueva entrega, donde nos remontamos a la Inglaterra pre-thatcherista y a un manifesto auge de horror fascista; Más allá del mar, que viaja a unos años 60 donde la ciencia ficción y la fantasía espacial convivían con el carácter milenarista del movimiento hippie que afloraba en Estados Unidos; y Mazey Day, ambientada en aquellos 2000 de clásicas ficciones de terror adolescente y prensa amarillista.
Sin duda, un panorama bastante alejado de lo que veníamos viendo en capítulos anteriores, y ya icónicos, como Cállate y baila, Hang the DJ, Black Museum o Blanca Navidad, entre otros, que advertían de un corrosivo futuro a merced de la tecnología, el auge de la comunicación vía pantalla y el desarrollo de disciplinas con un limbo ético como la inteligencia artificial (IA).
Un hilo conductor que en esta nueva entrega queda diluido por completo, haciendo que el espectador pueda llegar a desconectar entre capítulo y capítulo —muy a mi pesar—. No obstante, no deja de merecer la pena ver cada uno de los capítulos, al menos para comprobar de primera mano eso que el propio Brooker ha dicho sobre esta nueva temporada, donde más que una profecía de apocalipsis tecnológico y futurista es una propuesta en la que plasmar lo peor de cada persona, o, más bien, lo horribles que podemos llegar a ser.
Pese a todo, nada importa, ni la brecha cada vez más acentuada entre los feligreses más acérrimos de la serie —probablemente los más cabreados con todo este asunto del nuevo camino que ha tomado Black Mirror— y los consumidores ocasionales que se dejan seducir por un sinfín de rankings —probablemente los que más hayan disfrutado de estos últimos cinco episodios—, ni las críticas que apuntan a una escasez de nuevas ideas y fijación por prolongar lo improlongable. Tan solo parece importar que, efectivamente, Black Mirror es y seguirá siendo —Netflix mediante— una producción controvertida, que genera debate y que nos obliga mirar a —y así es— ese reflejo oscuro de nuestras pantallas. Es decir, ese reflejo oscuro de nosotros mismos.