Como bien dicen en sus vídeos Soy Una Pringada y Junior Healy, Sexo en Nueva York es como El Padrino. Con eso quieren decir que la serie creada por Michael Patrick King, basada en la columna escrita por Candace Bushnell, es un hito en la historia de la televisión de magnitudes estratosféricas. Y tienen toda la razón. Desde que se estrenó a finales de los 90, se ha convertido en un fenómeno que ha logrado traspasar barreras generacionales. Más allá de los cambios socioculturales y políticos, las aventuras de estas cuatro amigas siguen reflejando a la perfección lo que son las relaciones románticas, con todas sus torpezas, maravillas e incertidumbres. Eso le ha asegurado un lugar indiscutible en la historia de la televisión. Pero, seamos sinceros: no todo lo que reluce es oro, y And Just Like That es la prueba de ello.
Paseaba el otro día por Barcelona con unas amigas y una de ellas me preguntó si había empezado a ver los primeros capítulos de la tercera temporada de la continuación de Sexo en Nueva York. Le respondí que sí, con un tono que denotaba cierta decepción, quizá incluso fatiga. Una de ellas lo percibió de inmediato y me apoyó diciendo que, fuera buena o mala, debíamos verla, como si se tratara de una visita anual al dentista o de la declaración de la renta.
Porque la gran mayoría ya no vemos la serie para nutrirnos de los discursos en voice-over de Carrie Bradshaw ni para asentir mientras contemplamos la pantalla sintiéndonos terriblemente identificados con lo que les sucede a Carrie, Miranda, Charlotte y la ya desaparecida Samantha. Ahora somos meros espectadores que, desde una gran distancia, vemos cómo tres mujeres de la muy, muy altísima clase alta de Manhattan lidian con los problemillas con los que se topan a diario, ahora acompañadas de otras amigas que resultan, francamente, irrelevantes.
La primera temporada funcionó, al principio, por ser lo suficientemente valiente como para acabar con la vida de Mr. Big y poner la existencia de Carrie patas arriba. Pero desde entonces, todo ha ido cuesta abajo y sin frenos. Miranda se convirtió en una caricatura de sí misma, y les hijes de Charlotte, en una fuente inagotable de cringe. Nada era capaz de salvar el naufragio, ni siquiera los increíbles (y en ocasiones caricaturescos) outfits, que son lo único que realmente une la serie original con esta dudosa continuación.
Todos queremos esos vestidos rosas de Vivienne Westwood o las sandalias Extreme Gladiator de Dior, pero no es suficiente. Ya no hay conflicto, no hay drama, no hay nada. Y los personajes nuevos, como Seema o Lisa Todd Wexley, no han conseguido aportar nada relevante. La prueba: la desaparición de dos personajes secundarios importantes de la segunda a la tercera temporada, sin una sola mención a sus desconocidos porvenires. Una pena, porque Che Díaz parecía encaminarse hacia un futuro interesante..
Y luego está Aidan. El ligue al que algunos guardan un inexplicable cariño. E inexplicable es la palabra, porque no ha habido un hombre que aceptara menos la naturaleza complicada de nuestra neoyorquina favorita. Aidan siempre fue simple, aburrido, poco ambicioso y demasiado tradicional. Fue la consecuencia sentimental del naufragio que sufrió Carrie con las idas y venidas de Mr. Big, su verdadero amor. Sin la muerte de este, Aidan jamás habría vuelto a la Gran Manzana. Y ¿no es eso bastante triste? ¿Reunirte con un viejo amor solo cuando su difunto marido –y tu enemigo– te deja el camino libre desde el cielo? Lo es. Pero aquí nada de eso importa: ni la vergüenza ajena, ni el aburrimiento, ni los sinsentidos, ni que personas que rozan los sesenta se comporten con menos sensatez que los personajes de Ed, Edd y Eddy. ¡Claro que no! ¡Carrie lleva el icónico clutch con forma de paloma de J.W. Anderson! ¡Qué le den a todo lo demás!