Esta Navidad un filme se ha proclamado como ganador, y no hablo ni de Love Actually ni de Home Alone, hablo de Saltburn. Todos esperábamos con ansias el regreso como directora de Emerald Fennell (Promising Young Woman) y más con la propuesta que nos presentó meses atrás, que acabamos comprando inicialmente como un drama homoerótico de dos amigos que pasan el verano en una mansión bucólica y se terminan enamorando en el césped de la piscina. Vamos, un Call Me by Your Name 2. Quizás, ahí residió el hype.
Pues bien, para película la que nos montamos nosotros porque Saltburn se aleja bastante de un drama romántico entre universitarios, es más como el diario cronológico de una obsesión. La oscuridad, el misticismo y la sátira de la alta sociedad británica hacen de esto un filme mucho más complejo que se parece más a un híbrido del Talento de Mr. Ripley con la estética de Skins, en la que los cachorros de la jet set son el objetivo principal de un embaucador con piel de cordero que se dedica a manipular para heredar el palacio de una dinastía familiar.
El esnobismo de la alta sociedad se retrata irónicamente como una actuación constante, como un saber guardar la compostura que no cesa en ningún momento y que queda totalmente eclipsado por las crueles intenciones de sus allegados (esos que buscan compasión a base de inventarse dramas familiares de lo más trágicos). Un claro ejemplo de que da igual lo mucho que sepas sobre las hazañas de Enrique VII o que analices meticulosamente la obra de Shakespeare. Todo da igual si no eres consciente de que estás rodeado de buitres carroñeros que viven a tu costa.
Metafóricamente Saltburn es una bacanal, una tragedia griega y un retrato de cualquier dinastía poderosa que se dedica a desperdiciar su tiempo y su bolsillo en incluir en su mansión familiar a gente que conocen de hace dos días solo por quedar bien. Cualquier lectura que tomes será la correcta, porque los referentes van desde alusiones a El jardín de las delicias del Bosco (la eclipsante escena en la que Oliver contempla el caos desde el balcón), hasta el mito de Ícaro o el trágico destino de Julieta.
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En la universidad de Oxford, Felix (Jacob Elordi), se ha convertido en la híper fijación de todos. Se ha presentado como un análogo a Julieta de la película noventera Romeo + Juliet, no solo porque en un momento dado comparten el mismo disfraz con alas, sino por el trágico final que ambos esperan. Y no lo voy a negar, extraña ver a Elordi interpretar un papel que no sea el de un manipulador emocional y abusivo como en el setenta por ciento de su filmografía.
Felix Catton es seguro, consciente de la belleza que posee y consciente de su posición social. Es tan perfecto para sí mismo como para el resto de los alumnos de Oxford, y en esa confianza tan plena reside su mayor atractivo (dejando a un lado la otra baza a su favor: el piercing de la ceja). La energía que suscita en cada persona de su entorno es el motivo por el que Oliver Quick (Barry Keoghan) se obsesiona maníacamente de él. No le sirve con tenerle, quiere mucho más, quiere tener su imperio.
Oliver posee una personalidad embaucadora, dotes de manipulación de alto grado (con un Máster en Psicopatía) y una cara totalmente angelical que hace que te creas, inicialmente, una personalidad que no conocerás hasta pasado un buen rato de película. En parte, por su mirada angelical y por un primer retrato de un inofensivo e incomprendido nerd que aterriza en Oxford sintiéndose fuera de onda y que va a caer en las garras del depravado de Felix.
Han surgido cientos de comparaciones con Tom Ripley, del Talento de Mr. Ripley, por aquello del juego con la bisexualidad y las infinitas perversiones que tienen en común. Digamos que Fennell ha creado a un Ripley mucho más patoso y quizás más macabro, más torpe y con una apariencia que opaca su alma demoniaca. Independientemente, su gracia reside en eso, y en que nadie salvo Barry Keoghan podría bailar en pelota picada Murder on the Dance Floor mientras un travelling le sigue por toda la mansión como si fuera a responder a un 73 Questions de Vogue.
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La película también ha sido objeto de debate entre detractores y defensores a ultranza, una lucha interna en X (antiguo Twitter) en la que hay quien opina que Fennell se ha obcecado en presentar una estética refinada e instagrameable en lugar de darle más profundidad a los diálogos quienes piensan que ese refinamiento de cada plano es el principal atractivo de Saltburn. Personalmente creo que las dos cosas son válidas y aceptables, la profundidad no se puede encontrar en una sátira que quiere retratar de la manera más absurda a una familia de pijos que no se preocupan ni por su propia integridad.
Además, Emerald Fennell ha demostrado como nadie sus dotes para retratar la aristocracia inglesa desde la frivolidad hasta el esteticismo, desde la absurdez hasta la decadencia. Ha conseguido crear una comedia negra de ricos que actúan como lo que son pero que demuestran tener menos luces de las que aparentan. Con un mensaje más que implícito: aléjate de cualquier persona que conozcas de menos de seis meses y que te viene llorando con un drama familiar.
Probablemente Saltburn sea un batiburrillo de cientos de referencias que van más allá de Tom Ripley. Encontramos un poco de Elle Woods de Legally Blonde, de Nate Archibald de Gossip Girl y hasta ciertas reminiscencias a Succession. Pero todo esto fusionado con la estética londinense de mediado de los dos mil y con un sinfín de guiños clásicos ha la convierten en una cinta tan sensacional e inesperada que apunta a película de culto, sino al tiempo.
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